Linchamiento y muerte de un director de teatro
«Resulta que la farándula es ahora un mundo de mojigatos sin contradicciones, donde cualquier persona se siente ofendida si le levantan la voz»
El 5 de agosto nos escribimos por última vez mensajes agridulces e irreverentes. Somos, éramos, amigos de otros tiempos. De cuando los actores, directores teatrales y periodistas catalanes podíamos ser incorrectos, incluso anti independentistas. Yo le felicité por su reciente entrevista en El Mundo y él contestó enseguida: «Me gustaría tanto verte, ‘guadianica’». Así me llamaba porque aparecía y desaparecía como el río, aunque siempre estaba cerca. El 30 de agosto, el director de teatro Joan Ollé, tras un año de linchamiento profesional y personal, murió de un infarto. Habíamos quedado para bajar Las Ramblas. No podrá ser. Maldita sea.
Hace un año, varias alumnas del Institut del Teatre (IT) acusaron anónimamente a Ollé de acoso psicológico y abusos sexuales en el diario Ara. La investigación abierta por el Institut fue archivada por falta de pruebas, varias de las jóvenes aspirantes a artista se desdijeron y este supuesto caso de me too a la catalana no llegó siquiera a la Fiscalía. Tampoco llegaron, como hubiera sido lógico, las disculpas del Institut o de la Diputación de Barcelona, administradora del centro de formación escénica. Y nunca consiguió Ollé una respuesta del Colegio de Periodistas a sus quejas.
Junto al añorado Joan Barril, el director teatral fue un buen entrevistador y realizador de programas en TV3 y en Catalunya Ràdio. Antes, desde luego, de que los medios públicos catalanes fueran absorbidos por el pensamiento único del procés. Y antes de que un nuevo feminismo que no acepta la presunción de inocencia le sacara de la escena a empujones.
Le conocí hace décadas. Era Joan un buen poeta y escritor, un hombre simpático, algo gritón y excesivo. Le gustaban las mujeres, pero nunca le vi, aunque le veía mucho, pasarse con ninguna. Se sentía bien en el teatro, entre cómicos y bastidores. Bebía, en ocasiones demasiado, aunque, según me contó, lo había dejado.
«Entró en un aula de ensayo teatral con el vaso de whisky en la mano». Esa fue una de las acusaciones a un hombre que llevaba treinta años dando clases, formando actores. Fui directora del Liceu y he visto a más de uno de los grandes directores, también actores o cantantes, con la botella llena debajo de la butaca o detrás del telón durante los ensayos. Pero resulta que la farándula es ahora un mundo de mojigatos sin contradicciones, donde cualquier persona se siente ofendida si le levantan la voz.
No tengo ninguna duda de que los hombres con varias copas encima (también las mujeres) cometen excesos, se hacen pesados y pueden maltratar al que tienen delante. Es criticable; pero de ahí al acoso hay un buen trecho. Y hay que probarlo. De la misma manera que creo que los abusadores sexuales deberían acabar en la trena, pienso que no se puede condenar fuera de los tribunales. Pero a veces la ley es un obstáculo para los intereses personales.
El vía crucis de Ollé -que casualmente se había declarado abiertamente contra el independentismo- comenzó con la década de exaltación identitaria en Cataluña. En las redes sociales, fue acusado en diversas ocasiones por patriotas de segunda fila. Bastante antes de la apertura del expediente del Institut del Teatre, Joan Lluís Bozo, antiguo compañero de Joan en la compañía Dagoll Dagom, pidió en su cuenta de Twitter que el Teatre Nacional dejara de contratar a Ollé «por insultar a Catalunya». Como se dice ahora, empezaron a «cancelarlo», a borrarlo del mapa, mucho antes de que le dieran la puntilla.
«Hay en Cataluña un cierto periodismo y una cierta política cobardes, que se amparan en el silencio para no molestar a quienes gobiernan o contratan»
No es el primero ni el segundo hombre de la cultura, de la escena, que mandan callar con acusaciones que acaban en un cajón y se llevan por delante el prestigio, incluso el futuro, de los difamados. Lluís Pasqual, fundador del Teatre Lliure, con una larga y brillante trayectoria, fue acusado de acoso verbal por ridiculizar a una actriz durante un ensayo. Pasqual dimitió y se marchó un tiempo a Málaga, harto del ambiente enrarecido de un teatro tomado por quienes lo querían fuera. Esa misma actriz, al parecer, estuvo también entre quienes animaron a las alumnas del IT a ir a por Ollé.
Hay en Cataluña un cierto periodismo y una cierta política cobardes, que se amparan en el silencio para no molestar a quienes gobiernan o contratan. Algunos escriben ahora obituarios elogiosos, pero no defendieron a Joan durante su último y terrible año y medio. Cuando le llamé hace unos días para felicitarle por la excelente entrevista publicada por Iñaki Ellakuria en El Mundo, en la que se reflejaba lo que estaba viviendo, me dijo: «Soy un apestado, Rosa, un Weinstein catalán de estar por casa, aunque nunca he acosado ni abusado de ninguna mujer. Bebo, grito y me excedo, pero me han condenado sin pruebas ni tribunales, sin delito».
Se proponía presentar una demanda judicial contra el diario que publicó las acusaciones. A principios de agosto me escribió este mensaje: «Quiero llevar al Ara a los tribunales por sectarios, tóxicos y mentirosos. Tengo mil documentos que lo prueban. He escrito un paperot sobre la mala praxis profesional ¿Lo firmarás?». Le dije que sí.
Joan siempre estuvo rodeado de buenos amigos, como Joan Manuel Serrat, que le acompañó en la presentación de su nuevo centro teatral en el número 26 de la barcelonesa calle Canuda, abierto a finales de 2021. Allí quería llevarme. Íbamos a bajar La Rambla recitando a Góngora y a Quevedo, lanzándonos, entre risas, punzantes sonetos de esos poetas tan políticamente incorrectos. No podrá ser. El linchamiento acabó con el corazón de Joan Ollé.