THE OBJECTIVE
Andreu Jaume

Las dos muertes de Joan Ollé

«El primer síntoma de la corrupción moral de una sociedad estriba en el eclipse de su imaginación pública»

Opinión
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Las dos muertes de Joan Ollé

Joan Ollé | Pau Venteo (Europa Press)

Cuando el pasado 30 de agosto se publicó la noticia de la muerte repentina de Joan Ollé me vinieron a la memoria dos personajes de novela. Aunque no le conocí personalmente, su caso de difamación y muerte civil me llamó la atención y me pareció sintomático de las miserias de nuestro tiempo. El primer personaje al que me refiero es Charles Arrowby, el protagonista y narrador de El mar, el mar (1978) de Iris Murdoch, una de las mejores novelas del siglo pasado, «ese coloso inadvertido», como la calificó George Steiner. Murdoch consiguió dar voz en esa obra a un despótico hombre de teatro –actor, director y dramaturgo– que se retira a un lugar remoto de la costa inglesa para escribir sus memorias. Su intento de abjurar de la magia, sin embargo, se ve alterado por las constantes irrupciones de los fantasmas de su pasado y su retiro se convierte en una comedia mozartiana de venganzas, amoríos irresueltos, celos y obsesiones. Murdoch consigue coreografiar a una variedad tan rica de personajes que su virtuosismo resulta casi inverosímil. 

«El oficio de actor es sagrado y el teatro una elevación sobre la vida»

Poco antes de su muerte, Iñaki Ellakuría le hizo a Ollé una excelente entrevista en El Mundo (30-7-2022) que ahora leemos como su testamento. El director y profesor habló ahí sin tapujos de su expulsión del Institut del Teatre por acusaciones de abusos sexuales, de la campaña de desprestigio que se organizó contra él por parte de determinados medios, de su postura crítica con respecto al proceso independentista y del oficio al que había dedicado toda su vida. Sus declaraciones sobre el arte escénico, avaladas por su trayectoria de exigencia, podrían haber estado en boca de Arrowby: «El teatro es una experiencia sagrada –debería al menos serlo–, en la que, como ocurre con las corridas de toros, de vez en cuando se alcanza lo sublime». Antes había admitido que ya no iba al teatro «porque no quiero escuchar como alguien recién operado de vegetaciones me grita». Un motivo, por cierto, que compartimos muchos aficionados que nos hemos quedado huérfanos de verdaderos profesionales. 

Ollé, como antes Lluís Pascual, fue acusado de ser un tirano en clase, algo de lo que él se defendía apelando a su derecho a proteger las tablas de la mediocridad: «El oficio de actor es sagrado y el teatro una elevación sobre la vida, debe tener una cuota de espiritualidad. Pero muchos de los actores jóvenes desconocen voluntariamente a los grandes maestros del teatro. Aspiran a hacer teatro, a aparecer en series de televisión, a tener muchos seguidores y ser influencers en las redes sociales. Perfecto, pero hemos de decir que no aspiran a hacer el teatro de los maestros».

En El mar, el mar, Arrowby hace algunas de las reflexiones más hondas que se han hecho sobre el género: «Las emociones existen realmente en el fondo de la personalidad o en la superficie, pero en la zona intermedia se representan». O bien: «El teatro es un lugar de obsesión y no una amable tierra de ensueño. El desempleo, la pobreza, la decepción, la indecisión lacerante (elige esto ahora y echarás de menos luego aquello otro), la áspera realidad se nos echa a la cara; y, como en la vida familiar, uno aprende pronto las estrechas limitaciones del alma humana. Y a pesar de todo es de la obsesión de lo que se trata. Todos los buenos dramaturgos y directores y la mayoría (no todos) de los buenos actores son obsesos. Sólo genios como Shakespeare disimulan el hecho o quizá lo transforman en algo espiritual. Si el poder absoluto corrompe absolutamente, debo ser el más corrupto de los hombres. Un director de teatro es un dictador. (Si no lo es, no está haciendo su trabajo)».

«En nuestro mundo no se puede hablar de casi nada sin que uno merezca la tacha de algún pecado de lesa sociedad»

No me cabe duda de que Ollé hubiera suscrito estas palabras, una concepción de la exigencia artística que ya no tiene cabida en nuestro mundo, en el que no se puede hablar de casi nada sin que uno merezca la tacha de algún pecado de lesa sociedad. En la educación como en la literatura y el arte se confunden torticeramente la crueldad y el abuso de poder con la obligación de los maestros en una determinada disciplina de ser implacables e inflexibles, porque nadie más podrá volver a serlo con tanta legitimidad en toda la vida del alumno. Daniel Barenboim, que también fue acusado de tiranía por algunos músicos hace unos años, reflexionaba acerca del declive de las grandes orquestas precisamente por esa prohibición de ser duro, incluso uncouth, como dijo él mismo, grosero.

Si Barenboim ha alcanzado las cotas que aún admiramos en él, ya sea como pianista o como director, es porque en su juventud aguantó las inclemencias de George Szell o, incluso en su madurez, las de Sergiu Celibidache, que le siguió tratando como un niño hasta el final. Todos los discípulos de Celibidache, por cierto, veneran hoy día a su maestro, que les ayudó de la forma más desinteresada y generosa al tiempo que les aterrorizaba cuando se subían al podio. «Sólo yo puedo ser el enemigo de todo lo que te impide llegar a ser tú mismo», solía decir. Alguien replicará que todo eso pertenece a otra época, a un mundo patriarcal y a una concepción castrense de la educación y que otros métodos son posibles e incluso más saludables y eficaces. De acuerdo. Pero, ¿somos conscientes de lo que estamos destruyendo en aras de una supuesta pedagogía seráfica? ¿No forma parte también de la integridad del discente su derecho a aprender?

«Ese mundo de falsas delaciones y sentencias virtuales que terminan por banalizar cuestiones muy serias y muy dolorosas, como son los abusos sexuales o la verdadera explotación laboral, ya es el nuestro»

Las preguntas vienen a cuento por el segundo personaje que me vino a la cabeza al enterarme de la muerte de Ollé. En La mancha humana (2000) de Philip Roth, Coleman Silk es un helenista en edad de jubilación al que un día se le abre una investigación interna por racismo que termina con su expulsión de la universidad y su muerte social. En una de sus clases de griego, Silk se había referido a dos alumnos que nunca acudían como black spooks, «negros fantasmas». Él estaba pensando en un epíteto homérico recurrente, mélanos, asociado a menudo a las negras naves, al negro mar, al negro vino, a las negras aves. Pero esos dos alumnos a los que nunca había visto resultan ser negros. Con la aquiescencia de todo el claustro académico, Silk es acusado de denigrar a los chicos y se decreta su destierro. 

Dejemos ahora de lado la extraordinaria pirueta formal y moral que Roth, en lo más alto de su maestría, hace con la historia, que además le sirve para examinar el estado de la sociedad estadounidense en un determinado momento, en 1998, justo cuando estalló el escándalo Lewinsky, que funciona como correlato público de su pesquisa privada. Cuando en su día leímos la novela, más allá de admirar la destreza y la ambición tanto estética como política del novelista, el drama que vive Coleman Silk nos pareció a muchos una exageración imposible. Sin embargo, ese mundo de falsas delaciones y sentencias virtuales que terminan por banalizar cuestiones muy serias y muy dolorosas, como son los abusos sexuales o la verdadera explotación laboral, ya es el nuestro.

Hablando de su caso, en la entrevista con Ellakuría, Ollé fue contundente: 

«El diario Ara publicó un reportaje con 12 teóricos testimonios, la mayoría anónimos, cuando el código deontológico periodístico dice que cualquier aportación desde el anonimato no tienen ningún valor. Pese a ello, en el titular me imputaban dos delitos como el acoso de poder y el abuso sexual, convirtiéndome en una suerte de Harvey Weinstein, la bestia negra del teatro catalán. El Ara es una policía moral desde la inmoralidad periodística. Me llamaron el día antes de la publicación y me preguntaron  si tenía algo que decir por las acusaciones que se vertían sobre mí. Yo respondí al periodista que me dejara leer el artículo para poder así opinar. Cuando se negó, entendí que no acabaría bien la cosa».

«El primer síntoma de la corrupción moral de una sociedad estriba en el eclipse de su imaginación pública»

Como han recordado estos días sus amigos, Ollé estaba en el punto de mira desde hacía mucho tiempo por no ser afecto a la causa independentista, lo mismo que Lluís Pascual, que tuvo que poner los pies en polvorosa al negarse a colgar el lazo amarillo en el Teatre Lliure. Al final, la fiscalía archivó la causa contra Ollé. Su reputación, de todos modos, quedó destruida. Nadie nunca podrá reparar el daño que le causaron a él y a su familia. 

Estos días se han cumplido cinco años de aquellos infames 6 y 7 de septiembre de 2017 en que el Parlament de Cataluña violó las leyes autonómicas y estatales y secuestró la representación de todos los ciudadanos de la Comunidad. Aquella farsa fracasó en sus objetivos prácticos, pero sus responsables, hoy indultados, han conseguido naturalizar un clima de obsecuencia y sumisión que ha creado monstruos como la caza de brujas. El primer síntoma de la corrupción moral de una sociedad estriba en el eclipse de su imaginación pública.

El teatro, desde Grecia, fue el espacio donde la pólis escenificó su discusión de los mitos heredados. Ni Edipo ni Antígona volvieron a ser los mismos personajes desde que Sófocles los llevó a escena. La corona británica soporta una gravedad ineludible gracias al aliento de Shakespeare. Y la verticalidad tan propia de la cultura española hunde sus raíces en los misterios medievales y en los dramas barrocos. Intentar someter los escenarios, junto a las universidades, los periódicos o los medios públicos, a una excluyente causa ideológica es la mejor manera de acabar con un país. La república se convierte así en un correccional. Como espectadores, muchos ciudadanos de Barcelona le debemos a Joan Ollé que defendiera la complejidad del teatro, que no es sino la de nuestra propia condición y al mismo tiempo la de la democracia. Como diría Charles Arrowby: «El teatro es un ataque a la humanidad». «La verdad sobre nosotros», diría Coleman Silk, «es infinita, como las mentiras».

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