Una Vuelta con destellos de esperanza
«La de este año ha sido, en definitiva, una Vuelta decepcionante con destellos de brillantez y, sobre todo, de proyección»
Para los que nacimos en la década de los setenta o a principios de los ochenta, la afición al ciclismo convivía con la voz épica de Javier Ares (quien no haya escuchado sus retransmisiones radiofónicas de aquellos años tampoco ha conocido «la dulzura del vivir») y con la literatura periodística que enaltecía los mitos de la carrera: Ocaña, Merckx y El Tarangu, en el recuerdo; Hinault, Fignon, Lemond y Perico Delgado, en la alternativa. Luego llegaría el tiempo glorioso de Miguel Induráin, que nos descubrió otras formas de correr y de triunfar: las de un «rey democrático», como lo apodó la prensa italiana del momento.
Las pasiones se forjan en la juventud y se alimentan en la vida adulta –si esta lo permite–, siempre que el escepticismo o peor aún la decepción no nos empañen la mirada. Se esperaba mucho este verano de La Vuelta, después de un Tour esplendoroso que veía nacer un duelo –el de Vingegaard contra Pogačar–, y un corredor espectáculo –van Aert–, llamados a definir el ciclismo de esta generación. Se esperaba mucho y el resultado ha sido, posiblemente, la peor Vuelta en años. Es cierto que no ha acompañado el recorrido, que caía en el defecto clásico de las rutas españolas: una ausencia clamorosa de puertos encadenados, de auténtica dureza, que permitan librar grandes batallas.
Incluso la etapa de Sierra Nevada, que prometía un ascenso hasta el observatorio del IRCAM rompiendo los récords de altitud en carrera –más de 2.800 metros–, quedó reducida al no ser autorizado el acceso a sus kilómetros finales por la protección del parque nacional, convirtiendo así una jornada para la historia en una etapa más. Si la Vuelta del año pasado nos descubrió el Gamoniteiru, el Picón Blanco y el Pico Villuercas, en etapas aceptablemente trazadas, en la presente edición esa dureza no ha existido. ¿Cuándo regresaremos a los Ancares? ¿Cuándo se aprovecharán al máximo las posibilidades que ofrecen extraordinarios puertos de paso como La Marta, La Bobia, Pradell, Fonte da Costa o el Llano de las Ovejas? Puestos a soñar, ¿por qué no una Vuelta de archipiélago a archipiélago, que empiece en Mahón y termine en las Canarias, con el Pico de las Nieves, por ejemplo, o el Teide? Hace falta imaginación, hace falta presupuesto y hace falta voluntad. Quizás no sea pedir tanto.
«Si la Vuelta del año pasado nos descubrió el Gamoniteiru, el Picón Blanco y el Pico Villuercas, en la presente edición esa dureza no ha existido»
La Vuelta de este año, sin embargo, sí que nos ha ofrecido dos motivos para la esperanza. En primer lugar, por la juventud insultante del ganador –Remco Evenepoel– y de la estrella española –Juan Ayuso, 19 añitos y tercero en la clasificación general–; y por Carlos Rodríguez, el «León de Almuñécar», sexta posición y otra joven promesa nacional. Y en segundo lugar, por el retorno de Enric Mas, «la gineta de Artá»: un ciclista injustamente maltratado por un sector de la afición y que en esta Vuelta se ha reencontrado consigo mismo y con su equipo, tras una temporada marcada por las caídas, la Covid y la urgencia de sumar los puntos necesarios para que Movistar no descienda a la segunda categoría del pelotón internacional. Aunque el equipo navarro todavía no se ha garantizado un próximo trienio en la categoría World Tour, los puntos obtenidos por Mas prácticamente le aseguran la permanencia. De cara al futuro, sin embargo, les queda mucho trabajo por hacer.
En definitiva una Vuelta decepcionante con destellos de brillantez y, sobre todo, de proyección. El infortunio impidió que Roglič obtuviera una cuarta victoria, que merecía por su grandeza como corredor. Pero la crónica del ciclismo se escribe tanto con el fracaso como con la victoria. Cuando Dino Buzzati narró para el Corriere della Sera la derrota de Gino Bartali frente a Fausto Coppi en el Giro del 49, en su pluma brillaba tanto la gloria del triunfador como la humanidad del perdedor. Nada ha cambiado desde entonces: no hay deporte más hermoso ni épico que el ciclismo.