Un pueblo de esclavos
«Estos días se ha hecho notar sobre todo entre lo que Juan Manuel de Prada llama «la derechuza»: los hay que han homenajeado a Isabel II casi con el mismo entusiasmo que los propios británicos por «el servicio a su patria»»
Decía la semana pasada que vivimos en el mundo de lo fugaz, lo transitorio, lo perecedero, y que la vida contemporánea es frenética y esclava de la inmediatez, pero me faltó decir que hay excepciones: de pronto, en medio de toda esta fugacidad en la que una noticia es rápidamente reemplazada por otra, surgen acontecimientos que copan telediarios, editoriales, portadas y tertulias durante varios días. Como la guerra de Ucrania, hace sólo unos meses; como la muerte de Isabel II, hace apenas una semana.
Ante esta clase de acontecimientos, uno debiera alegrarse de que todavía existan cosas a las que logramos prestar atención durante más de cuatro horas, cosas que no caducan poco después de publicarse, cosas, en fin, a las que uno no puede llamar «actualidad» sin cierto reparo, pero no es el caso. Porque lo único que demuestra que la muerte de la reina de Inglaterra haya tenido una cobertura mediática tan intensa y duradera aquí es que somos un pueblo de esclavos, una sombra renqueante, agónica de lo que algún día fuimos.
No quiero decir con esto que ignorase que hay anglófilos en España; lo que no sabía es que la anglofilia fuese militante, orgullosa, y que estuviese tan extendida. Estos días se ha hecho notar sobre todo entre lo que Juan Manuel de Prada llama «la derechuza»: los hay que han homenajeado a Isabel II casi con el mismo entusiasmo que los propios británicos por «el servicio a su patria». Como si el patriotismo fuese compatible con rapiñar territorios, librar guerras injustas y mantener colonias en suelo ajeno.
De modo que todas las menciones a Blas de Lezo, los golpes de pecho y los «¡España!» pronunciados con esa «p» fuerte, ruda, en la que se escupe un poco de saliva han devenido días de luto, condolencias, muestras de respeto lacayuno hacia un amo que nos desprecia. Pero he ahí nuestros soldados, nuestros bravos guerreros culturales llamando a la batalla contra el prójimo —¡la izquierda!, ¡el comunismo!, ¡los progres!— al tiempo que se esmeran en sobar el pálido lomo británico, tan soberbio, tan pirata, tan herético. Al final les regalan Menorca, que los he visto con ganas.