THE OBJECTIVE
Carlos Granés

Los chinos de Godard y la revolución cultural en Occidente

«Si los jóvenes chinos de los 60′ purgaban de la vida pública todo vestigio burgués, ahora los wokes de Occidente purgan cualquier incorrección política del arte»

Opinión
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Los chinos de Godard y la revolución cultural en Occidente

Fotograma de la película 'La Chinoise', del director Jean-Luc Godard | Europa Press

Es verdad que Godard, como buena parte de la élite intelectual parisina de los 60′, se encandiló con la revolución cultural china. Pero también es cierto que la revolución que ayudó a impulsar con sus primeras películas, nada tuvo que ver con los delirios purificadores y asesinos del presidente Mao. En Occidente siempre se ha vivido esa afortunada paradoja: la fascinación de sus creadores por los sistemas totalitarios y liberticidas ha sido, más que cualquier otra cosa, un gesto fatuo con el cual escandalizar a la burguesía y graduarse como enemigos de los valores tradicionales. No cuesta nada comprobar el abismo que se abre entre un Politburó maoísta y la autoexpresividad, hedonismo y experimentación vital que promovieron los sesentayochistas europeos. 

Creyéndose muy chinoise, Godard y los parisinos rebeldes acabaron fraguando la quintaesencia de un estilo de vida occidentalisé. En China triunfó el puritanismo uniformador impuesto a punta de dazibaos, palos reeducadores y linchamientos ejemplarizantes, mientras en Occidente las jerarquías sociales se atenuaban,  la sexualidad se liberaba y hombres y mujeres ganaban control sobre su cuerpo y su vida. El suicidio asistido con el que murió Godard hace unos días, un triunfo del individuo impensable bajo sistemas totalitarios, sería una de esas conquistas que se alcanzaron gracias a las luchas libertarias de la primera mitad del siglo XX.

«Actualmente se espera que un creador prevea los efectos que su obra puede tener en la sensibilidad de algún colectivo dispuesto a ofenderse»

La rebeldía de toda la vanguardia, nouvelle vague incluida, podía nutrirse de todo tipo de fantasías primitivistas, colectivistas y antioccidentales, pero apuntó siempre al fortalecimiento del individuo, de su capricho y su voluntad. Aquello podía chocar con la tradición y el conservadurismo, quizá también con la religión y hasta con ciertos principios ilustrados, pero desde luego no con la revolución moderna y su capitalismo y sus procesos democratizadores. Después de la Segunda Guerra Mundial, y con más claridad después de mayo del 68, todo aquello se hizo evidente. Nada más opuesto a un joven maoísta que destruía pianos y dejaba los estudios para trabajar en una fábrica, que un beatnik que renunciaba a su empleo de oficina para tocar bongós y convertirse en poeta.  

Por eso resulta tan absurdo y desconcertante lo que está ocurriendo en los campos culturales contemporáneos. Si los jóvenes chinos de los 60′ purgaban de la vida pública todo vestigio burgués, ahora los jóvenes wokes de Occidente purgan todo indicio de incorrección política de las obras de arte. El desafuero individualista y la transgresión que se legitimaron en los 60′, hoy resultan de mal gusto. Actualmente se espera que un creador prevea los efectos que su obra puede tener en la sensibilidad de algún colectivo dispuesto a ofenderse, y para anticiparse a este escenario las editoriales llegan al absurdo de contratar sensitivity readers que garantizan la idoneidad moral de los libros que salen de su imprenta. 

«El puritanismo actual puede ser un intento desesperado por conservar los triunfos del 78»

¿No es extraño que esté ocurriendo todo esto? Si el feminismo, la disidencia sexual, la heterodoxia o la voz de las minorías se defendieron en el siglo XX con irreverencia, rebeldía y desplantes lúdicos, con humor y estridencia, ¿por qué hoy se intentan implantar o conservar con moralismos propios de un maoísta enardecido? Quizá se deba a que toda revolución triunfante forja un nuevo establishment, y a que todo establishment es necesariamente conservador. El castrismo lo es actualmente y el priismo mexicano, que también fue el resultado de una revolución triunfante, lo fue durante 70 años.

Lo mismo parece haberle ocurrido a la revolución cultural occidental que ayudó a impulsar Godard: ganó, logró persuadir a las masas de jóvenes de que podían llevar estilos de vida mucho más libres que los de sus padres. El feminismo se legitimó, las minorías raciales y sexuales ganaron un lugar en la sociedad, y las convenciones, prejuicios y jerarquías se relativizaron. Fue el triunfo rotundo de unos nuevos valores que se asentaron y se hicieron mayoritarios. Pero entonces ¿por qué hoy se defienden con tanta intransigencia?

Seguramente porque se sienten amenazados. Desde hace más de una década se cuestionan las consecuencias del multiculturalismo. Nuevas voces desidealizan las virtudes de la vida moderna y libérrima que encandiló a los jóvenes y que introdujo a la mujer en los espacios laborales. Muchos científicos critican la arbitrariedad de las teoría queer. La crisis financiera forzó a la mayoría de la población a pensar en las necesidades materiales más que en las espirituales e identitarias. Para colmo, cada vez resulta más patente el auge de partidos ultraderechistas que vuelven a poner sobre la mesa programas de restauración conservadora.

El puritanismo actual puede ser un intento desesperado por conservar los triunfos del 68. Un intento torpe y nocivo, con el que sólo ha conseguido dar espacio y legitimidad a sus contradictores. La fantasía de Godard, para sorpresa del mismo Godard, se hizo realidad. Los rebeldes culturales trocaron la risa y la irreverencia por la adusta intransigencia maoísta.   

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