THE OBJECTIVE
Cristina Casabón

Películas y gente

«En otra época, a los jóvenes les ponía en pie el arte vanguardista y la revolución; ahora solo les interesa el consumo y las modas identitarias»

Opinión
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Películas y gente

El director de cine Jean-Luc Godard, en una imagen de 2004. | Vincent Kessler (Reuters)

Ha muerto Jean-Luc Gordard, el último superviviente de la Nouvelle Vague que, junto a Alain Resnais, François Truffaut, Claude Chabrol, Éric Rohmer o Jacques Rivette no solo surfeó la ola en el séptimo arte, sino que —dotado del inagotable misterio de lo viviente— todavía no ha terminado de revelarse, de consumirse ante nuestra mirada. Sus películas siguen intactas, no solo porque contengan un esoterismo o un hermetismo deliberados, sino también porque nos enseñó a adoptar un toque de frivolidad y de humor sutil. Desde un minuto de silencio o una mirada fugaz a cámara y un narrador omnisciente, hasta congelar a los personajes secundarios en una escena, los creadores de la nueva ola han experimentado con todas las fórmulas posibles.

Cuando uno se acostumbra a este cine, la realidad predecible del cine convencional le aburre, sin más. Es por eso que no veo cine comercial, solo cine experimental, preferiblemente europeo. En las películas francesas de la Nouvelle Vague cualquier historia adquiere un aspecto soñador e irreal, un erotismo con un punto de frivolidad. Hay que elegir entre arte o vida, pensaba yo antes de ver sus películas, y con Godard aprendí que gracias al  cine, el arte y la vida pueden ser una y la misma cosa. Para este cineasta los únicos mundos auténticos son aquellos que parecen inusuales. La realidad promedio empieza a pudrirse y a desprender olor tan pronto como la creación individual deja de evocar una subjetividad y una textura sugerente, nueva. Cuando esta corriente de cine haya sido suficientemente imitada sus películas entrarán también en la categoría de realidad promedio, pero es difícil que esto ocurra porque el cine se ha vuelto demasiado comercial. 

«Si lo rompedor es ver una Sirenita negra, no me extraña que el padre de la Nouvelle Vague haya querido despedirse de todo y de todos»

Surgido como un movimiento de reacción contra las convenciones y estructuras presentes en el cine de masas, los nuevos realizadores de la Nouvelle Vague representan la máxima aspiración a la libertad de expresión, y apuestan por la trascendencia de la obra de arte, el estilo propio del autor y la originalidad. Por desgracia, la decadencia del séptimo arte no ha hecho sino acentuarse en la era de la digitalización y la revolución consumista. En otra época, a los jóvenes les ponía en pie el arte vanguardista y la revolución; ahora solo les interesa el consumo y las modas identitarias. El cine de Hollywood es hoy el máximo exponente de esta tendencia, y la esclavitud de productoras ante las nuevas normas identitarias se ha traducido en un inagotable relanzamiento de clásicos y películas de héroes y acción en las que cambia el género o la etnia del personaje. El público asiste fascinado a ver La Sirenita negra aunque se sepa de memoria la película.

En la Nouvelle Vague los cineastas elegían profundidad frente a la mercadería de las identidades, la mercadería humana. El espectáculo del cine hoy consiste en ir a consumir, a pasar un rato de ocio. ¿Van a ver la película? No, van a hacer la cola del cine, a sentirse parte de la sala de butacas, a sentirse butaca. El gentío acude encantado a ver lo que le echen, van a ver todo lo que les permita identificarse con la inclusivité. Y si ya han visto la versión antigua y saben como acaba la película, mejor. Si lo rompedor es ver una Sirenita negra, no me extraña que el padre de la Nouvelle Vague haya querido despedirse de todo y de todos. Godard cruzó la línea que conecta la vida con el arte y nos invitó a quedarnos a vivir en sus películas para no tener que soportar ver la misma película de Disney veinte veces.  

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