Contra el optimismo
«La esperanza equilibra el entendimiento, como el mando a distancia equilibra la tele alterando el contraste, y ayuda a vislumbrar un mundo de luces y sombras»
Nada como el optimismo para desarmar el alma humana y abandonar el cultivo de sus potencias. Un agricultor optimista ni siembra, ni riega ni mira al cielo porque, total, ‘pa qué’, si todo va a ir bien. Frente a sí, un erial agostado por las sequías y destrozado por el pedrisco; un lleco árido y baldío que le devuelve el reflejo de su alma. El optimismo es la variante más inicua de la fe del carbonero.
Si el fatalismo es culto a una tiniebla exenta de luces, el optimismo es culto a una luz exenta de tinieblas. Pero la luz ciega tanto como la oscuridad. La realidad comparece en forma de claroscuro, que es el arte de pintar la luz en la sombra. Y la luz de la razón, cuando es recta y cabal, actúa como el pincel barroco, iluminando las desdibujadas formas que entre penumbras y espesuras solo se intuían.
«No hay esperanza sin desesperanza, igual que el placer de la mesa solo aflora si hay gazuza y la valentía solo surge al aceptar el temor»
Cuanto más se cultiva el optimismo, menos hueco queda para la esperanza. «Me lo podéis quitar todo -dijo Muñoz-Seca antes de ser ejecutado- menos el miedo que tengo». Al esperanzado nadie le puede quitar la desesperanza; la lleva posada al hombro, como el pirata lleva al loro, y de vez en cuando habla con ella.
No hay esperanza sin desesperanza, igual que el placer de la mesa solo aflora si hay gazuza y la valentía solo surge al aceptar el temor. La esperanza equilibra el entendimiento, como el mando a distancia equilibra el televisor alterando la función de contraste, y ayuda a vislumbrar un mundo de luces y sombras, sin deslumbrar el campo de visión ni fundirlo en negro.
Optimismo y desesperación discurren en paralelo. El optimista conduce en línea recta, apenas tocando tierra -diríase que flotando, incluso-, sin advertir que a la vuelta del camino sólo hay circunvalaciones, rotondas de doble sentido y atormentados bucles en vertical, dignos de una montaña rusa. Atroz es la resaca que al final del trayecto espera al optimista, ciego por el frenesí de un chiquillo en el parque de atracciones.
«Lo real no es un desierto, sino algo tan frondoso y sugerente como un claroscuro»
El optimista convive con coyotes y chacales y se acurruca a la sombra de cactos y biznagas, pero nunca da con el oasis. Vive en el «desierto de lo real», por usar la expresión con que Morfeo daba la bienvenida a Matrix, olvidando que lo real no es un desierto, sino algo tan frondoso y sugerente como un claroscuro. El animal de esperanza lo sabe y, en lugar de echarse a la bartola y tirar de wishful thinking, lucha con sangre, sudor y lágrimas.
La realidad no funciona a plazos. Eso afirma el monje benedictino David Steindl-Rast, para quien la sorpresa es consustancial a la esperanza. El cosmos no es un chupatintas al que pedir cuentas. Y la desesperación consiste en ponerle plazos a la realidad. Eso sería como impedir que la realidad nos sorprendiese, cuando la esperanza, en esencia, consiste en esperar que la realidad se sorprenda a sí misma.