THE OBJECTIVE
Manuel Pimentel

Desconfíe, son tiempos mentirosos

«Dude, también, por supuesto, de lo escrito en estas líneas, en sano ejercicio de pensamiento crítico»

Opinión
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Desconfíe, son tiempos mentirosos

Pinturas rupestres en la Cueva de Altamira. | EFE

No se fíe, son tiempos complejos y mentirosos. Las crisis económicas, las pandemias, las guerras incipientes, las inteligencias digitales que nos desbordan, son explicadas mediante relatos simples y efectivos. Pues hará bien en desconfiar de ellos. No se crea todo lo que le cuenten, no perciba el mundo y la actualidad según lo que le muestran los medios de comunicación, adopte una sabia distancia de los relatos machaconamente reiterados. No confíe ni siquiera en aquello que ve, porque su mirada –como la de todos– está programada para ver lo que tiene que ver. Dude, también, por supuesto, de lo escrito en estas líneas, en sano ejercicio de pensamiento crítico. Confíe algo más en su razón, en su capacidad de análisis, de contraste, y disponga de perspectiva y distancia intelectual del relato que le envuelve.

Somos súbditos del reino del relato. Al modo de la caverna de Platón, no percibimos la realidad sino la sombras que la luz del relato proyecta sobre nuestra mente. Nos creemos los relatos dominantes y todo parece encajar. La mente precisa del relato que explica la realidad que percibimos. Así, que, quien logra controlar el relato, determina nuestra mirada. Vemos lo que vemos, no lo que es. Los valores, creencias, paradigmas sociales, culturales, políticos, religiosos y científicos y, sobre todo, el relato, determinan nuestra mirada al punto de que sólo somos capaces de ver lo que a él se ajusta. Nuestra mente programa nuestra mirada, que la sirve con docilidad. Nuestra mente, a su vez, es configurada por el relato. Si algo que mira entra en conflicto abierto con lo que se cree, o con el relato que nos conforma, sencillamente, no lo vemos, porque nuestra mirada lo ignora lo que no encaja.

Por eso, nuestra mirada es incapaz de ver lo que tenemos delante de nuestras narices si entra en contradicción con los paradigmas dominantes. La arqueología nos ofrece ejemplos muy clarificadores al respecto. Por ejemplo, con las pinturas rupestres, que siempre estuvieron ahí, sin que la humanidad fuese capaz de apreciarlas. Por eso, resulta muy llamativo el «descubrimiento» a principios del XX de grandes paneles de pinturas rupestres en cuevas visitadas con frecuencia anteriormente sin que nadie hubiese sido capaz de advertirlas hasta la epifanía de su descubrimiento oficial.

Un buen ejemplo, el de la fantástica Cueva del Castillo, en Cantabria. Conocida y visitada desde el XIX, acoge en sus paneles centenares de grabados y de pinturas, algunas de gran tamaño – como un bisonte de más de dos metros de altura – o paneles muy llamativos con decenas de manos pintadas. Durante décadas, a lo largo de la segunda mitad del XIX, se organizaron visitas guiadas a la cueva para los turistas procedentes del cercano balneario de Puente Viesgo. Por ella pasaron médicos, escritores, historiadores, intelectuales, periodistas…. ¡y ninguno reseñó ninguna de las obras de arte prehistóricas tan obvias y llamativas! ¿Por qué? Pues sencillamente porque no las veían, a pesar de deslizar su mirada sobre ellas. Por aquel entonces nadie podía figurarse que los hombres prehistóricos fueran capaces de crear arte -¡y qué arte!-, en el oscuro seno de una caverna. El descubridor oficial del arte rupestre de la Cueva de El Castillo fue el célebre Herminio Alcalde del Río, que en 1903 dio a conocer las primeras pinturas, esas que siempre habían estado ahí, a vista de los visitantes, pero que nadie había sabido ver. Desde entonces, todos los que la visitan, con las «gafas de ver» puestas, se admiran de las pinturas que, a pesar de resultar tan espectaculares y obvias, nadie había visto hasta entonces.

Son muchas las cuevas conocidas desde la antigüedad en la que no se descubrió su arte rupestre hasta que la humanidad hubo asumido, tras la polémica del descubrimiento de la cueva de Altamira, que las pinturas rupestres existían

En Andalucía tenemos un caso similar, en la preciosa cueva de Doña Trinidad en Ardales, Málaga. Se llama así porque fue adquirida por doña Trinidad Grund, que la explotaba turísticamente como atracción para los clientes del cercano balneario de Carratraca. Fue descubierta en 1821 cuando se abrió su puerta actual, fruto de un desprendimiento ocasionado por un terremoto. Pascual Madoz la cita en su inventario de 1850. Doña Trinidad adquirió la cueva y la acondicionó con escaleras y pasillos excavados, siendo la primera cueva turística de España. Pues bien, la cueva fue visitada por turistas durante décadas, muchos de ellos cultos y con posibles, que no supieron ver ninguna de sus muchas pinturas ni grabados hasta que, en 1918, el omnipresente Abate Breuil –cuya vida bien mereciera una película– las «descubriera» al mundo. Son muchas las cuevas conocidas desde la antigüedad en la que no se descubrió su arte rupestre hasta que la humanidad hubo asumido, tras la polémica del descubrimiento de la cueva de Altamira, que las pinturas rupestres existían. Sólo entonces nos pusimos lo que conocemos como «gafas de ver».

La mirada es muy importante, pues sólo vemos aquello para lo que estamos programados de ver. A principio del XX nos pusimos las gafas de ver las pinturas rupestres en las cuevas y desde entonces las vimos. Sin embargo, esas mismas gafas nos impidieron ver los grandes grabados paleolíticos que nos aguardaban en el exterior, a plena luz del sol, y que no supimos apreciar porque pensábamos que el arte rupestre sólo se producía en cavernas y cuevas.

Un caso para mí espectacular, es el del yacimiento salmantino de arte paleolítico al aire libre de Siega Verde. Descubierto en 1988, es decir, hace tan sólo dos días, por Manuel Santoja, director del Museo de Salamanca. El yacimiento alberga más de 500 grabados realizados desde el 20.000 hasta el 9000 antes de Cristo. Caballos, uros, cabras, ciervos, rinocerontes y renos, entre otros motivos zoomorfos se encuentran grabados y perfectamente visibles en los esquistos de la margen izquierda del río Águeda, atravesado por el puente de Siega Verde, inaugurado en 1909. Uno de sus pilares divide un gran panel en el que los grabados son especialmente llamativos. Increíblemente, ninguno de los constructores pareció advertirlos. Las orillas del río Águeda han sido visitada durante miles de años por pastores y agricultores, pero, también, a partir del XX por ingenieros, viajeros y cronistas y, sobre todo, por los muchos bañistas que acudían en verano a zambullirse en sus pozas. Nadie supo ver ninguno de los grandes y muy explícitos grabados paleolíticos hasta que, en 1988, el arqueólogo Santoja los diera a conocer. ¿Por qué? ¿Cómo esa omisión es posible? Pues, como ya sabemos, porque la mirada cultural no lo permitía. Se suponía que el arte paleolítico sólo se desarrollaba en el interior de las cuevas y no en paneles al aire libre. Hasta que alguien no creó el nuevo paradigma, la humanidad no se puso las “gafas de verlo”.

Y si lo de Siega Verde resulta muy llamativo, aún nos parece más asombroso lo acontecido en Foz Coa, el increíble yacimiento portugués al aire libre, relativamente cercano a Siega Verde, pero con mucho más grabados, más antiguos y aún más espectaculares y que no fue descubierto hasta ¡1992! He tenido la oportunidad de visitar ambos yacimientos y me costó mucho el comprender el porqué los enormes grabados de uros, por ejemplo, visibles desde lejos, no hubieran llamado la atención a las muchas personas que por allí habían pasado. Nuestra mente todavía no nos los permitía ver, porque se salía del relato y del paradigma dominante en cada época. Lo dicho, no vemos lo que es, sino que vemos aquello que esperamos ver.

Debemos ser conscientes de que el relato que nos llega sobre lo que nos hoy nos acontece, no describe la realidad, sino que, en gran medida, la crea. La confianza en los relatos es tal, que no parece basada en la razón, sino en la fe ciega e incondicional. Por eso, desconfíe de esos relatos simples. Quizás, al modo del cuento del rey desnudo, al que todos agasajaban por su elegantísima vestimenta, un día descubramos que la actualidad, tal y como hoy la entendemos, en verdad, estaba desnuda, a pesar de que nuestra mirada colectiva nos la mostró ricamente ornamentada. Esperemos que ocurra antes de que sea demasiado tarde. Haremos bien en desconfiar y cuestionar mucho de lo que se da por sabido. No nos fiemos ni siquiera de nuestra mirada, porque quizás no veamos lo que es, sino lo que a algunos le interesa que veamos.

Tiempos mentirosos e histéricos los que nos tocaron vivir.

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