La guerra cultural y sus sorprendentes víctimas
«Es la batalla política y electoral la que antecede y condiciona siempre a la cultural, quedando esta última como un mero premio de consolación»
La primera vez que escuché el término «guerra cultural» fue en un curso de formación de un pequeño -y monísimo- partido de extrema izquierda en el que milité aproximadamente 15 minutos durante mi adolescencia. Unos años más tarde, cuando cayeron en mis manos las cartas que escribió el dirigente del partido comunista italiano Antonio Gramsci, padre del concepto «hegemonía cultural», desde la prisión en la que le encerró Benito Mussolini, la cosa comenzó a interesarme y comencé a buscar más referencias sobre el tema, desde Laclau hasta Chomsky, todos ellos reinterpretadores más o menos felices de la idea nacida de la brillante cabeza del filósofo y militante sardo.
Para Gramsci, muy a grandes rasgos, la presencia ininterrumpida en el poder en su país por parte de políticos y partidos burgueses había generado un consenso cultural, social y más tarde político que los revolucionarios debían romper si querían llegar al poder mediante el establecimiento de una nueva idea universal que interpelase y reuniese no sólo a la mayoría de su comunidad política, sino que además fijase las condiciones sobre las cuales quienes quisieran desafiarla debían hacerlo. Es decir, dando una batalla cultural antes que política y generando un «momento de hegemonía» que propiciase el desbordamiento del régimen burgués.
«Es la batalla política y electoral la que antecede y condiciona siempre a la cultural, quedando esta última como un mero premio de consolación»
Lo que les juro que jamás llegué a sospechar es que en pleno siglo XXI, casi 100 años después de la muerte del bueno de don Antonio, un grupo de pensadores -ya me entienden- de la derecha española se convirtieran en furibundos seguidores de las ya añejas tesis de este brillante pensador marxista y dieran lugar al nacimiento de algo tan lisérgico como esta suerte de derecha gramsciana que hoy nos dice sin complejo alguno que es necesario dar la batalla cultural (¿a quién?¿a la democracia liberal?) para por fin, alcanzar el poder (¿quiénes?¿ellos?) y cumplir sus (¿revolucionarios?¡qué horror!) fines.
Lo que estos inesperados y vociferantes neogramscianos no son capaces de ver es que la sociedad globalizada del siglo XXI nada tiene que ver con aquella para la que la que Don Antonio escribió sus recetas y que en el año 2022, es la batalla política y electoral la que antecede y condiciona siempre a la cultural, quedando esta última como un mero premio de consolación, una especie de chiquipark para hiperventilados especialistas en perder elecciones, eso sí, con tronera fija en la prensa, faltaría más.
«Una batalla cultural que en manos de estos señores no se ocupa de toda la cultura, sino que lo hace primordial y obsesivamente de ciertos y discutibles aspectos morales»
Una batalla cultural que ni siquiera lo es del todo porque en manos de estos señores no se ocupa de toda la cultura, sino que lo hace primordial y obsesivamente de ciertos y discutibles aspectos morales, un camino además plagado de fracasos ya experimentado por los partidos conservadores y liberales de América Latina quienes, tras años años centrados en estas embarazosas poluciones culturales en lugar de hacerlo en las electorales, se han convertido en unos verdaderos expertos en palmar elección tras elección a manos de partidos nacionalpopulistas tanto de extrema izquierda como de extrema derecha.
Una batalla cultural que además cumple a la perfección las dos características fundamentales de los inventos del profesor Bacterio:
1.- Es profundamente contraproducente porque toma como rehenes elementos antes compartidos de toda la sociedad, apropiándoselos, ideologizándolos, haciéndoles perder su esencia y sacándolos del consenso para convertirlos en armas arrojadizas en una pelea de la que solo pueden salir o seriamente magullados o directamente cadáver, propiciando que la sociedad resultante de la aplicación de sus recetas de alquimistas sociales sea una más polarizada, menos cohesionada y mucho más ingobernable que la precedente.
2.- Es perfectamente estúpida ya que su principal resultado es la movilización de aquellos sectores sociales que se sienten atacados por estas, lo que deviene inexorablemente en la construcción de mayorías políticas refractarias a los cambios propuestos.