La chalecocracia
«El delirio covidiano ha dejado una chalecocracia de ciudadanos miserables que han podido dar rienda suelta a sus tics totalitarios»
Regresaba de Londres -donde el delirio covidiano ya es historia desde hace meses- a mi querida España. Tras pasar el control fronterizo con la Policía Nacional y enseñar mi pasaporte español (lo único que necesito para entrar en mi propio país) aguardaban una especie de nuevos cuerpos del Estado con chalecos reflectantes.
— Pues nada, habrá que hacer lo mismo de mayo, julio y agosto, pensé.
Conforme me aproximaba una mujer gritaba como si su alma se quisiera escapar de ese cuerpo: «¡Certificado de vacunación!». Y ahí, todos —incluido mi acompañante— se paraban para echar mano al bolsillo y sacar su teléfono móvil. Una vez llegué a los mostradores en los que se encuentran los del chaleco pasé de largo obviando a unos tipos que no son nada.
— ¡Señor, certificado de vacunación!— exclamó la mujer.
— ¿Disculpe?— pregunté.
— Necesita mostrar su certificado de vacunación o una prueba negativa para poder entrar.
Mi respuesta no fue otra que descojonarme y continuar mi camino. Los del chaleco se pusieron nerviosos y llamaron refuerzos. Avisaron raudos a los enfermeros que —pertrechados como si estuviéramos viviendo una guerra biológica— aguardan tras ellos. Rápidamente tres tipos con bata blanca cubiertos con mascarillas y hasta protectores faciales me rodearon con la intención de que les enseñara un código QR.
Amablemente les dije que un enfermero, por mucha plaquita que lleven puesta de no sé qué de seguridad, no tienen ninguna potestad para retenerme y que no dejaban de ser eso: unos enfermeros que se han creído el papel de salvadores de la humanidad.
— ¿Está usted poniendo en duda nuestro trabajo?— me preguntó visiblemente alterado el enfermero que por fin ha encontrado sentido a su vida de saca muestras para pasar a ser el guardián de la humanidad.
— Evidentemente.
— ¡Pues llamamos a la Guardia Civil!
— Por supuesto, sin ningún problema, pero dense prisa porque no voy a esperar.
Y ahí estábamos, tres tipos con una bata blanca, una con chaleco reflectante sacado de Decathlon y aspecto ridículo corriendo como si un tsunami estuviera a punto de llegar a la costa en busca de un Guardia Civil para evitar mi entrada al país.
El agente de la Guardia Civil, hasta los mismísimos, me detuvo muy amablemente y me preguntó cuál era el problema.
— Pues nada, señor agente, que estos enfermeros con una chapa colgando me dicen que enseñe un código para poder entrar en mi propio país.
— Si no tiene certificado usted tiene que hacerse una PCR— me espetó el enfermero.
Con toda la educación del mundo repliqué: — Yo no tengo nada que hablar con un enfermero, en todo caso hablo con la autoridad que, como comprenderá, no es usted por mucho que se lo hayan dicho.
— Pues entonces tenemos que tomarle los datos para multarle, decía el líder de la manada chalecocrática.
— Mis datos se los proporciono, si así me los pide, al Guardia Civil, no a usted, señorita con chaleco amarillo.
Tras largos minutos de argumentos ridículos por parte de la chalecoracia —como bien define mi amigo Javier Martínez Fresneda— el guardia civil, harto de la situación, me preguntó:
— ¿Todo esto es por una PCR? Háztela que son cinco minutos y te vas.
— La cuestión no es la PCR, es el hecho. No tengo que someterme a una PCR ni a ningún otro tipo de control más allá que enseñar mi pasaporte español para poder ingresar en mi país y usted lo sabe— repliqué.
El guardia civil, con ganas de acabar el turno e irse a su casa, decidió que tras más de media hora de debate absurdo era momento de acabar con la tontería y finalizó el esperpento con un seco «prosiga».
Y ahí estuve —como las anteriores veces— más de cuarenta minutos retenido sin poder entrar a España esperando a que se dieran cuenta de que deportarme al Reino Unido era un imposible y que llevarme detenido una ilegalidad infame. Y todo porque el delirio covidiano ha dejado una chalecocracia de ciudadanos miserables que han podido dar rienda suelta a sus tics totalitarios y se sienten cómodos jugando a ser los mandamases en el reino de la imbecilidad.