THE OBJECTIVE
Andreu Jaume

Iceta y Picasso

«Si nuestra conciencia se ha ampliado es gracias al arte y no en contra del mismo. Otra cosa es que aguantemos la imagen que nos devuelve»

Opinión
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Iceta y Picasso

El ministro de Cultura y Deporte, Miquel Iceta y la ministra de Cultura de Francia, Rima Abdul Malak | Eduardo Parra (Europa Press)

La presentación del año Picasso para conmemorar el 50 aniversario de la muerte del pintor está obligando estos días a políticos, comisarios e incluso familiares suyos a dar explicaciones sobre lo que fue su comportamiento con las mujeres. El ministro de Cultura, Miquel Iceta, hizo esfuerzos en la rueda de prensa para conciliar el hegemónico clima de opinión actual con el prestigio heredado del artista. Entre otras cosas, el señor Iceta aseveró: «Queremos presentar a Picasso tal y como fue, celebrar su obra pero no esconder facetas de su vida que, a la luz de hoy, pueden ser contestadas. La grandeza de su obra se sobrepone a otras cuestiones, pero no puede oscurecerlas ni esconderlas y eso es lo que vamos a hacer». Por su parte, Rima Abdul Malak, homóloga de Iceta en Francia, se apresuró a puntualizar que «su obra habla de política, democracia, compromiso y lucha contra el franquismo. Hasta de valores europeos. Hay que abrirse a todos los campos de la obra y no taparla con una lectura solamente focalizada en unos aspectos». 

Por una parte, los administradores de la Cultura condenan al pintor por «facetas» que pueden ser contestadas «a la luz de hoy», pero por otra, en un acto de compensación penitencial, lo salvan por haberse comprometido en la lucha contra el franquismo e incluso a favor de los «valores europeos». Puestos en esa tesitura, ahora ya cualquier dirigente político está autorizado para condenar a Picasso por cualquier cosa que le parezca reprobable en su vida, desde su pasión por la tauromaquia, la relación con sus hijos, la fortuna que hizo con su obra e incluso, si el ministro de turno resulta ser conservador, su militancia comunista. Si bien se mira, el arte aquí ya no tiene ninguna relevancia.

«Si los historiadores del arte se han plegado a los dictados de la nueva dóxa pública, qué no van a decir los ministros, que son los ejecutores del programa ideológico»

Hace unos años vimos entre consternados y muertos de risa cómo unos comisarios del Museo del Prado se afanaban en disimular la afición de Goya por los toros arguyendo que sus estampas eran una muestra evidente de su preocupación por «el sufrimiento de los animales». De la misma manera, los dibujos con motivos femeninos resultaban ser ejemplos del compromiso del pintor con «la emancipación de la mujer». Si los historiadores del arte se han plegado a los dictados de la nueva dóxa pública, qué no van a decir los ministros, que son los ejecutores del programa ideológico. También ha habido intentos, por cierto, de presentar a Picasso como feminista. 

Pero fijémonos en la perversión implícita en el argumento. Iceta asegura que hay facetas de Picasso –léase el maltrato de mujeres– que pueden ser contestadas «a la luz de hoy». Bien. ¿Cuál es la constitución moral de una falta que sólo se percibe en la actualidad? ¿Y hasta dónde llega la legitimidad de esa actualidad para condenar a los artistas difuntos? ¿Sería lícito, en la presentación de un año Cervantes, reprocharle al escritor sus fervores imperialistas? ¿De dónde emana la autoridad para juzgar una vida que ha concluido y cuya esfera de responsabilidad pertenece a un ámbito de relación que en sí mismo, una vez extinguidos los testimonios, resulta imposible de verificar incluso dentro del más unánime consenso biográfico? ¿Debe todo artista presentar unas credenciales morales irreprochables para ser aprobado por su comunidad? ¿Es la vida ejemplar, ahora, el servicio que el artista presta a la ciudad? 

«En todas las épocas, la censura se ha basado en la estricta regulación de lo sagrado»

La sociedad actual se ha sacralizado a sí misma y está construyendo un sistema de vigilancia para controlar la observancia de sus dogmas. En todas las épocas, la censura se ha basado en la estricta regulación de lo sagrado. El arte siempre ha tenido que asumir las leyes de cada momento para subsistir o bien intentar escaparse por la tangente para rebelarse contra lo establecido. Es un misterio cómo Velázquez, siendo pintor de corte en un país atenazado por la Contrarreforma, pudo dotar de la misma dignidad a reyes, princesas, enanos, esclavos y mendigos, liberados todos del ámbito religioso y jerárquico con un olímpico desprecio por las convenciones de su tiempo.

Como decía Rilke, el verdadero arte surge de «un puro centro anónimo». Los espectadores de ayer y hoy no buscamos en las metamorfosis artísticas un determinado patrón de comportamiento sino la representación de la problemática humana en todas sus dimensiones. Nuestra deuda con Tiziano, Caravaggio, Goya o Picasso estriba en la inagotable generosidad que depositaron en sus obras, al margen de las virtudes o los defectos de sus vidas. Incluso si somos platónicos, admitiremos que, según decía Iris Murdoch, «un gran artista es, con respecto a su obra, un buen hombre y, en sentido verdadero, un hombre libre». La tarea de la ciudadanía con respecto al arte consiste en desentrañar la complejidad representada en la obra y no traducirla a los enunciados de sus urgencias ideológicas y publicitarias. 

«No tiene mucho sentido intentar amordazar a los artistas del pasado, que son los que han ido dando cuenta de las metamorfosis que ha sufrido el hombre a lo largo de los siglos»

Por otra parte, en este proceso de depuración que se está llevando a cabo en todos los niveles, desde el más tácito al más burdo, con el legado cultural de Occidente, hay algo que resulta como mínimo contraproducente. Si lo que pretenden los nuevos comisarios políticos es corregir formas de conducta atávicas, acabar con la violencia machista o desactivar mecánicas de poder, no tiene mucho sentido intentar amordazar a los artistas del pasado, que son los que han ido dando cuenta de las metamorfosis que ha sufrido el hombre a lo largo de los siglos.

No hay ninguna acusación contra Picasso, sea del orden que sea, que pueda superar a la que el propio pintor dirigió contra sí mismo y contra la especie humana en su obra. Si uno contempla, por ejemplo, L’Étreinte (1972), uno de sus últimos cuadros, pintado a los 90, verá toda su vida de golpe, plasmada con una crudeza espeluznante. Los amantes se entrelazan como la bestia de las dos espaldas, con los genitales expuestos, sumergidos los dos bajo una ola inmensa, ahogados en el desastre contra un blanco inasible. Hombre y mujer parecen querer matarse y sin embargo son incapaces de desunirse y encontrar la salida, condenados a sí mismos. 

En La cabeza de obsidiana (1974), uno de sus últimos libros, André Malraux cuenta cómo, a la muerte de Picasso, Jacqueline Roque le llamó para que le ayudara en la gestión de la herencia. Malraux, que había sido ministro de Cultura con De Gaulle, empieza entonces una rememoración dramatizada de su relación con el pintor, desde la década de 1920 hasta la gran retrospectiva de su obra que organizó en el Gran Palais en 1966 para celebrar sus 85 años. En una de las conversaciones que Malraux recrea, Picasso coge una escultura y comenta:

«Si nuestra conciencia se ha ampliado es gracias al arte y no en contra del mismo. Otra cosa es que aguantemos la imagen que nos devuelve»

«De vez en cuando pienso: hubo una vez un hombrecillo de las Cícladas que quiso hacer una escultura estupenda. Así, como esta, ¿verdad? Exactamente como esta. Creía que estaba haciendo la Diosa Suprema de lo que fuera. Y lo que le salió fue esto. Y yo, aquí, en París, sé lo que quiso hacer: no quiso hacer la divinidad, sino la escultura. No queda ni rastro de su vida, ni de esos dioses en que creía, nada de nada. Nada. Pero queda esto porque quiso hacer una escultura. ¿En qué consiste nuestra… nigromancia? ¿Y los trucos mágicos a los que recurren los pintores y los escultores desde hace tantísimo tiempo? Cuando creíamos en la belleza inmortal y en todas esas gilipolleces, todo resultaba muy sencillo. Pero ¿y ahora?»

Más adelante, vuelve sobre el mismo asunto:

«¿Y qué me dice de los escultores prehistóricos? ¿Que no eran del todo hombres? Sí que lo eran. Seguramente lo eran. Y tan satisfechos de sus esculturas. ¡No eran pintores como es debido! Pero todos querían esculpir o pintar a su aire. Goya tenía las pinturas negras en el comedor para enseñárselas solo a los amigos. ¿Sabe qué pienso a veces? Y me gusta pensarlo, porque soy supersticioso. Pues pienso que se trata siempre del mismo hombrecillo. Desde la época de las cavernas. Y vuelve como el judío errante».

Se trata siempre del mismo hombrecillo. Maltratar a seres humanos está tan mal hoy como lo estaba hace 50 o 1.000 años. Si nuestra conciencia se ha ampliado es gracias al arte y no en contra del mismo. Otra cosa es que aguantemos la imagen que nos devuelve. 

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