Derecho fiscal de autor
«Se pretende instalar la peligrosa idea de que todo recorte en los servicios públicos es dañino, como si la eficacia estuviese reñida con la rendición de cuentas»
En la década de los ochenta, el jurista alemán Gürten Jakobs acuñó el término «Derecho penal del enemigo», para hacer referencia a la necesidad de construir un sistema punitivo que permitiese castigar a determinadas personas, consideradas enemigos del Estado, en atención no a los actos cometidos sino a su peligrosidad. Una auténtica aberración que determina que el catalogado como «enemigo» pierda sus derechos como ciudadano, lo que conlleva el adelantamiento de la intervención penal, el aumento de las penas de forma desproporcionada, la sanción de conductas que no implican la lesión de un bien jurídico y el recorte de las garantías procesales.
La construcción doctrinal e implementación práctica de este derecho penal de autor está presente en los totalitarismos que regaron con sangre inocente las tierras del continente europeo durante la primera mitad del siglo XX: tanto comunistas como fascistas cimentaron sus respectivos regímenes de terror en normas penales que anteponían el supuesto bien común del colectivo a los derechos y libertades del individuo, lo que se traducía en la deshumanización de aquél que era concebido como enemigo.
Lamentablemente, esta aborrecible concepción punitiva no sólo no ha sido radicalmente descartada de los ordenamientos jurídicos occidentales a pesar de las nefastas experiencias pasadas, sino que va ganando enteros e incluso expande sus tentáculos a otras áreas del derecho. De hecho, durante los últimos años se está constatando la inequívoca tendencia del legislador a sustituir por la vía administrativa pronunciamientos que no se podrían conseguir por la vía penal en tanto mantengan vigencia las estructuras del Estado de derecho. Un claro ejemplo lo tenemos en las leyes de violencia de género o en la reciente Ley de Garantías de la Libertad Sexual, que permiten conferir la condición de víctima a los efectos de obtener ayudas y prestaciones económicas a quienes estén considerando denunciar o a quienes denunciaron, pero la sentencia resultó absolutoria, entre otros supuestos.
«En nombre de la redistribución de la riqueza se está alentando el rencor al acaudalado»
Pero como ya les he adelantado, la criminalización colectiva del hombre como parte integrante de un sistema de opresión patriarcal no viene sola, sino que llega de la mano de la propensión -cada vez más indisimulada- de revitalizar la lucha de clases, cargando sobre las espaldas de «los ricos» el peso de una crisis energética de la que no son los principales responsables.
Efectivamente, en nombre de la redistribución de la riqueza que se consagra en nuestra Constitución se está alentado el rencor al acaudalado, en un intento desesperado de volver a atraer hacia la izquierda a quienes consideran que ésta se ha entregado al identitarismo y abandonado la lucha por la justicia social. Procuran ahora resucitar el denostado clasismo creando impuestos «solidarios» para las grandes fortunas, con la finalidad no declarada pero sí manifiesta de usurpar las competencias autonómicas en aquellos territorios donde gobierne el Partido Popular. Se trata de una recentralización fiscal por la vía de los hechos consumados, lo que constituye un auténtico fraude de ley.
Pero la realidad es que estas campañas que alertan sobre la destrucción del llamado Estado del bienestar forman parte de un enorme circo que pretende distraer al ciudadano corriente de la verdadera raíz del problema: un gasto desorbitado e ineficiente.
«Cualquiera que se moleste en ojear los titulares de la prensa puede constatar el despilfarro»
Hay que ser muy necio para creer a estas alturas que el dinero de nuestros impuestos se destina a sanidad, educación y carreteras. Primero, por una mera cuestión conceptual, dado que los impuestos no son finalistas, es decir, no van destinados a financiar una actividad concreta o un gasto específico. Segundo, porque cualquiera que se moleste en ojear los titulares de la prensa puede constatar el despilfarro. A los hospitales, los colegios y las infraestructuras hemos de sumar una lista tan extensa como surrealista de gasto superfluo y prescindible que en modo alguno redunda en el bienestar de los ciudadanos, sino en el de los dirigentes políticos que manejan el cotarro.
A pesar de esta palmaria realidad, se pretende instalar la peligrosa idea de que cualquier recorte en los servicios públicos es, en sí mismo, perverso y dañino, como si la eficacia estuviese reñida con la contención, con la eficiencia o con la rendición de cuentas. Mas no hemos de perder de vista que quienes promueven esta falsa dicotomía son, precisamente, los que exponen a «los ricos» al odio de las masas: cuando sus políticas de dispendio fracasen, siempre podrán escudarse en que no se crearon y recaudaron los impuestos suficientes.
Tras eslóganes como el de Tax the Rich hay mucho más de envidia y de incitación al odio hacia el rico que amor por el Estado del bienestar, porque quien más te quiere es el que te advierte de lo erróneo de tus decisiones y de que debes de bajar un ritmo que no te puedes permitir. Pero claro, esto no va de redistribuir, sino de que culpemos al que pagó la fiesta y no al que la planificó, la organizó, la celebró y se marchó dejando la casa patas arriba y sin barrer.