THE OBJECTIVE
José Carlos Llop

La gran dama romana

«La literatura de Rosetta Loy es como ella, entre Proust y Virginia Woolf y una fe inconmovible en el estilo. Siempre pensé en ella como en un espíritu tutelar»

Opinión
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La gran dama romana

Conocí a Rosetta Loy hace quince años, en el festival de literatura que se celebra anualmente en Cognac. Nos alojaron en el mismo hotel y aquella noche Helena y yo cenamos con ella. Al día siguiente le entregaban el premio Jean Monnet por la edición francesa de La prima mano –aún no traducido en España–, un libro muy hermoso de recuerdos y otras claves de su vida y obra literaria. Cenamos en un pequeño restaurante junto a la plaza principal de la ciudad donde nació el rey Francisco I y ahí estaba él, en piedra y montado a caballo, justo en el centro. La cena fue una delicia y ella, desde el primer momento, se mostró como una conversadora elegante y con fino sentido del humor, la estética sin tonterías y la memoria sin nostalgias. Un grupo de jóvenes estaba a dos o tres mesas de la nuestra y entre ellos había una chica de origen etíope o somalí y belleza muy refinada. Rosetta Loy y yo cruzamos un par de comentarios laudatorios sobre sus rasgos y luego exclamé: ¡Gérôme! Me cogió la mano y la complicidad de aquellos días –donde hablamos de Von Rezzori, Natalia Ginzburg y Marcel Proust– fue total y no sólo por nuestro común, digamos, proustianismo. Rosetta Loy era una escritora de la memoria, o sea de la misma familia a la que uno pertenece. 

Pero hubo más y si fuera Capote el titular sería La mañana que salvé a Rosetta Loy. Al día siguiente de la entrega del premio, estaba vistiéndome en mi habitación cuando sonó una alarma. Como suele ocurrir con las alarmas, al principio no le di ninguna importancia, pero como suele ocurrir también con las alarmas, su insistencia empezó a inquietarme. El olor a quemado que se filtraba por debajo de la puerta, lo mismo. Salí al pasillo y aquello parecía el Londres victoriano. Rápidamente cogí a Helena de la mano y nos dirigimos, entre la niebla, hacia las escaleras, para bajar al hall. Allí me encontré con un par de invitados franceses, un periodista hablando por teléfono y la recepcionista de fin de semana hecha un manojo de nervios. Me dijo que no sabía inglés y que si yo podía llamar a varias habitaciones para avisar a sus ocupantes de la amenaza y conminarles a bajar. Recuerdo que, entre otros, telefoneé a Sebastian Barry y, cómo no, a Rosetta Loy, que se presentó al poco en el hall del hotel con un camisón largo y una bata elegantísima –blancos los dos– y el pelo  estupendo: el mundo de Guermantes en medio de la confusión. Rosetta Loy era muy alta y tenía un esqueleto tan armónico como una modelo de Cecil Beaton. Cuando la vi aparecer, sola y radiante pese al gesto de distanciada preocupación, recordé una frase suya: «En mi vida sólo he amado a dos hombres y a la literatura».

Poco después llegaron los bomberos en una escena calcada de Tintín. Entraron en fila, marcando el paso al trote lento y con la manguera bajo el brazo como si fuera una boa constrictor a la que sacaban de paseo. Magnífico. El incendio lo había provocado la jefa de prensa de una editorial parisina que, antes de salir hacia la estación, arrojó su cigarrillo a la papelera. Pero más allá del ahumado general, la papelera quemada y daños en moqueta y mesa de su habitación, dijeron, no hubo nada serio. Los bomberos abandonaron pronto el edificio con el casco en la mano, alguna broma y la manguera enrollada. 

Un año después me encontré con Rosetta Loy en Les Éditeurs, en el parisino carrusel del Odeón, a la hora de cenar. Fue una alegría grande y antes de dirigirnos cada uno a su mesa nos prometimos dejarnos libro –que los dos presentábamos al día siguiente y a la misma hora, ella en La Hune y yo en L’Astrée– en los respectivos hoteles. Pero también me dijo que el fuego de Cognac sólo había sido el anuncio de otro posterior en su casa de Roma. Lo dijo con una sonrisa como si hablara de Paulina Bonaparte o de su amor por la literatura. En su dedicatoria mencionaba la esperanza de reencontrarnos muy pronto. No llegaría a suceder y ahora lamento no haberla buscado en Roma.  

«Al fondo, el hallazgo de un pecado familiar: la aceptación de las leyes raciales de Mussolini»

Nacida en una familia burguesa romana –familia que describe en La prima mano, con gobernantas, vacaciones en hoteles suntuosos, el afecto de un padre impecable, una madre bellísima y distante y una infancia enfermiza– la literatura de Loy es como ella, entre Proust y Virginia Woolf y una fe inconmovible en el estilo. Al fondo, el hallazgo de un pecado familiar: la aceptación de las leyes raciales de Mussolini y la pérdida de la inocencia al descubrir las matanzas de civiles, la mayoría judíos, y en paralelo un castigo del destino: la pérdida de la casa familiar.

Nunca nos volvimos a ver, ya dije, pero siempre pensé en ella como en un espíritu tutelar al que acudía a menudo con el pensamiento. Esta semana la fotografía que ilustraba la noticia de su muerte es la misma que encabeza este artículo. Y en ella hay otra señal ú otra herencia, no sé: la misma bufanda alrededor del cuello –Diane de Clerq, su modista– que yo tengo desde hace muchos años y compré en París (nunca llevo otras corbatas que las de esta mujer). Desde el lunes de esta semana han adquirido, bufandilla y corbatas, otro sentido, diferente –y más rico– que el puramente estético. 

El día que cerraron para siempre la librería La Hune, la foto de Rosetta Loy y la mía estaban muy cerca, en el mismo escaparate. 

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