THE OBJECTIVE
Antonio Caño

Hartos de odio

«Se atisban síntomas de que los votantes están ya cansados del enfrentamiento político al que asisten a diario y están dispuestos a castigar en las urnas a aquellos a quienes consideran responsables»

Opinión
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Hartos de odio

Alberto Ortega (Europa Press)

Desde mi reciente regreso a España me han preguntado muchas veces si es este el país más polarizado del mundo. Mi respuesta siempre ha sido que no, que vengo de uno, Estados Unidos, que lo está mucho más y conozco varios otros -Reino Unido, Italia, Chile, Argentina, México, Colombia, Brasil- que nos igualan o nos superan. Las particularidades de nuestra extenuante división ideológica y política es, tal vez, que se prolonga ya durante muchos años y que ha infectado en mayor proporción que en otros lugares a los partidos tradicionales y a los medios de comunicación.

La polarización envenena la convivencia, bloquea el necesario diálogo político y representa un obstáculo gigantesco para el progreso. Quizá no se explique exclusivamente por razones económicas el hecho de que España apenas haya crecido en la última década. Pero la polarización, además, estimula la demagogia y anula la razón y el buen juicio, como vemos en las polémicas más o menos fundamentadas en las que nos vemos envueltos cada día.  

El juego sucio, la mentira, el combate descarnado, la tensión y el escándalo no son fenómenos nuevos en la política española. Los mayores recuerdan incluso otros momentos en los que la situación parecía aún más enfangada de lo que está hoy. Los casos de corrupción en los primeros años noventa y el enfrentamiento político con motivo de los atentados del 11-M son dos ejemplos de grave división en la sociedad española. Todos los anteriores fueron, sin embargo, períodos acotados en el tiempo, brotes de un conflicto que se saldaba en unas elecciones, que, a su vez, conducían a algunos años de sosiego. Es natural que el tiempo preelectoral en las democracias sea convulso y tenso, propio de un necesario contraste de ideas que sirva a los ciudadanos para elegir y decidir.

Lo que no es tan natural es que ese clima preelectoral se prolongue de forma indefinida y que la polarización, la división y el odio al contrario se conviertan en la forma habitual de hacer política. En España, podemos remitirnos hasta 2011 como el inicio de un periodo de enfrentamiento y deterioro del clima político que continúa en la actualidad y que promete prolongarse aún por mucho tiempo. Ese fue el año de lo que se conoció como el 15-M, un movimiento juvenil de protesta que en un principio se recibió como una bocanada de aire fresco y que, con los años, demostró ser una campaña bien organizada para atacar las bases de nuestro sistema y desprestigiar las instituciones de nuestra democracia y a sus representantes.

«Llevamos más de una década de polarización, 11 años en los que sucesivas elecciones no han servido para traer algo de tranquilidad y para abrir una etapa de colaboración entre los partidos»

Ese ataque hizo tambalearse el modelo de bipartidismo, del que se decía que tanto daño había hecho a nuestro país, e introdujo en la política española un radicalismo y unas formas que ya nunca se abandonaron: pactar con el rival era traición, la moderación era una renuncia a los principios, defender las instituciones equivalía a engañar a lo que entonces y ahora se llama «la gente». Ese modo de hacer política aupó a una fuerza política en la extrema izquierda y, más tarde, a otra en la extrema derecha, devastó el Partido Socialista y, por un tiempo, también el Partido Popular, convirtió el debate nacional en un maniqueo duelo entre humildes y poderosos y sigue hoy presente con esta nueva división entre pobres y ricos.

Llevamos, por tanto, más de una década de polarización, 11 años en los que sucesivas elecciones no han servido para traer algo de tranquilidad y para abrir una etapa de colaboración entre los partidos, tan necesaria para el buen funcionamiento de un país como la confrontación democrática de propuestas políticas.

Llevamos tanto tiempo que, en cierto modo, la sociedad se ha acostumbrado a funcionar así. Empresarios, trabajadores y profesionales independientes sortean como pueden las trabas que la política les ponen y, no sólo sacan el país adelante, sino que lo mantienen a un nivel muy competitivo, uno de los mejores países del mundo. Por lo demás, no hay más que cruzar la M-30 para observar que la tensión es una característica más propia de Madrid, sede del poder político, que de otras ciudades y provincias españolas, donde la vida parece discurrir apacible al margen de lo que cuentan los telediarios.

Casi ninguno de los méritos de esa España tranquila suele merecer el interés de los medios de comunicación, sumergidos de pleno en la contienda de los políticos y tan castigados como ellos por la indiferencia de los ciudadanos.

El daño más grave de esta larga polarización es que ese desinterés o desprecio de la sociedad se extiende también hacia las instituciones que deben defender nuestra convivencia y orden constitucional: el Parlamento, el poder judicial, los partidos.

En algunos de los países que mencionaba anteriormente, empezando por Estados Unidos, la división política y el contagio del extremismo por un partido del sistema -en su caso, el Partido Republicano- supone una amenaza clara e inminente para la supervivencia de su democracia. Lo será también para España si la actual polarización se prolonga por más tiempo.

Se atisban síntomas de que los votantes están ya hartos del grado de enfrentamiento al que asisten y están dispuestos a castigar en las urnas a aquellos a quienes consideran responsables. No hay visos, sin embargo, de que ninguno de los protagonistas de la polarización se dé por aludido; todos apuntan al de enfrente.

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