Junts per Batasuna
«Para el populismo, la acción política institucional se reduce en última instancia a la disyuntiva ontológica de tener o no tener cojones»
Un total de 2.853 ciudadanos particulares de Cataluña, todos ellos unidos entre sí por el vínculo de pagar cada mes una pequeña cuota a un partido político en calidad de afiliados, acaban de tumbar el Gobierno de coalición de un territorio en el que estamos censadas 7.758.615 personas y cuya administración pública asociada maneja un presupuesto superior a los de muchos Estados soberanos con representación permanente en la Asamblea General de las Naciones Unidas, además de dar empleo a algo más de 200.000 asalariados a tiempo completo.
Así las cifras objetivas, lejos de empujar a pensar en un alarde admirable de democracia directa, la cosa se parece bastante más a un ejercicio de perfecta irresponsabilidad populista por parte de los promotores de la consulta. Con el populismo pasa como con la pornografía: resulta en extremo difícil dar con una definición precisa del concepto apelando al lenguaje convencional, pero, sin embargo, todos lo reconocimos a primera vista cuando lo tenemos delante. Y lo de la nueva derecha catalana posconvergente es populismo en estado químicamente puro.
«Dentro de los marcos analíticos populistas todo remite siempre a una muy sencilla cuestión psicológica asociada a la valentía o cobardía de los dirigentes»
Tan puro que la premisa implícita que ha inspirado el proceder de Puigdemont y de su hiperventilado alter ego dentro de España, la filóloga Laura Borràs, es la típica de esa corriente irracionalista consistente en simplificar hasta extremos infantiles los problemas para, acto seguido, atribuir a la maldad o incompetencia personal de los gobernantes el que la quimera de turno no se hubiera podido materializar en el plano de la realidad tangible. Porque dentro de los marcos analíticos populistas todo remite siempre a una muy sencilla cuestión psicológica asociada a la valentía o cobardía de los dirigentes.
Para el populismo, la acción política institucional se reduce en última instancia a la disyuntiva ontológica de tener o no tener cojones. Y, a ojos de esos 2.853 ciudadanos particulares y de su prescriptora Borràs, el señor Aragonès no tiene. A más a más, como decimos los del lugar, el virus de ese sarampión populista que recorre Cataluña se ha contagiado a su vez de los rasgos propios de otra pandemia cultural de nuestro tiempo, la que bajo una común jerga con pretensiones pseudocientíficas agrupa a los predicadores de la llamada psicología positiva, el coaching y, en general, a los que obtienen sus rentas de la lucrativa industria de la autoayuda.
Todo un sector pujante de la nueva economía cuyo principio filosófico rector es el del triunfo de la voluntad, aquel viejo axioma hitleriano. Porque para ese extendido pensamiento mágico al que han terminado por adherirse también los desorientados huérfanos del pujolismo, el querer es poder. Sin ir más lejos, para ser millonario basta con desearlo mucho. Mucho, mucho, mucho. Y si, a pesar de haberlo deseado tanto, no terminas haciéndote millonario, pues la única razón de tu personal y exclusivo fracaso será que, en realidad, no lo habías deseado bastante. Y lo mismo con la intendencia de Cataluña. Porque si la deseas mucho, mucho, mucho, la independencia llegará sola, y todo ello por alguna misteriosa razón inasible para los simples humanos. Eso piensa, entre otros muchos cuadros rectores del naufragio, la filóloga Borràs, suprema autora intelectual del carajal cismático que a estas horas hay montado en ese universo paralelo que constituye la comunidad independentista.
«Para el populismo, la acción política institucional se reduce en última instancia a la disyuntiva ontológica de tener o no tener cojones»
El gran secreto inconfesable de la fórmula de la Coca-Cola política que descubrió Jordi Pujol en su tiempo, la que le permitió ganar siempre en Cataluña, era saber administrar el fundamentalismo identitario con la suficiente cintura como para conseguir que le votasen todos los catalanes de derechas que eran nacionalistas, pero también muchísimos catalanes igualmente de derechas que en absoluto eran nacionalistas. Y por eso barría. Pero el final definitivo del baile de máscaras que supuso la asunción explícita del independentismo por parte de los antiguos convergentes hace ahora imposible continuar con aquella alianza de intereses que se imponía por encima de las lealtades nacionales contrapuestas.
De ahí el ocaso de la hegemonía de la derecha autóctona. Pujol consiguió lo imposible: la cuadratura de un círculo en el que CDC representaba al mismo tiempo un movimiento de liberación nacional, la expresión política de los intereses del Dinero con mayúscula y de los grandes lobbies empresariales, y el partido refugio de ciertas clases medias castellanohablantes y españolistas de Cataluña que, por miedo a la izquierda, lo apoyaban por norma en las urnas como mal menor. Un brillante prodigio de funambulismo a tres bandas completamente inalcanzable para los Puigdemont, las Borràs o los Turull de ahora. Razón de que a la derecha catalanista solo se le abran hoy dos caminos con rumbo a sendas vías muertas: o la modestia pragmática de las simples bisagras subsidiarias o la definitiva marginalidad ultramontana. Se escindirán.