Campeones de la mentira
«Si el totalitarismo se suicida cuando se deja invadir por la verdad, la democracia lo hace cuando se deja invadir por la mentira. Debemos interiorizar esto»
Fue Jean-François Revel quien dijo que el lysenkoísmo fue un éxito del poder más que del charlatanismo embaucador, de la fuerza más que de la impostura. Pero por encima de todo fue el triunfo de la mentira. Y los españoles, por desgracia, parece que tenemos de presidente al campeón en esta especialidad.
Para quien no conozcan el término lysenkoísmo, hace referencia a Trofim Lysenko, un personaje de infausto recuerdo que, frente a la competición darwinista, elaboró una teoría alternativa según la cual la adaptación genética de las plantas a un clima específico no era determinante porque las plantas podían adaptarse a cualquier clima de forma espontánea.
El disparate era evidente. Sin embargo, Iósif Stalin no vio en esta teoría un disparate sino una oportunidad. Apoyó a Lysenko porque la ciencia que investigaba la genética, el genetismo, era una ciencia burguesa y capitalista. Y el régimen comunista necesitaba urgentemente contraponer su propia ciencia para poder sacar pecho. Desgraciadamente, como era de prever, la aplicación de las ideas de Lysenko en la agricultura provocó una terrible hambruna.
Si usted, querido lector, no conoce esta historia, pensará que un error con consecuencias tan desastrosas e imposibles de ocultar fue rectificado con diligencia. Pero nada más lejos de la realidad. Transcurrieron más de tres décadas antes de que Lysenko cayera en desgracia. Es más, su caída se debió más a la muerte de su protector, Stalin, que a las evidencias de que su teoría era un disparate. Décadas después del fin del lysenkoísmo, sería el propio régimen soviético el que se desmoronaría.
Cuando en 1992 Francis Fukuyama publicó El fin de la historia y el último hombre (The End of History and the Last Man), el sociólogo estadounidense estaba convencido, como muchos otros, de que la lucha de ideologías había llegado a su fin con la caída de la Unión Soviética y que la democracia liberal se impondría en el mundo.
«En el mundo hay 21 democracias plenas y 56 regímenes netamente autoritarios»
No ha sido así. Actualmente en el mundo hay 21 democracias que, según determinados aspectos básicos, pueden considerarse plenas; 53 democracias deficientes o muy deficientes; 34 regímenes a medio camino entre la democracia y la autocracia; y 59 regímenes netamente autoritarios. El resto de países son Estados sin régimen definido ni ningún tipo de orden, es decir Estados fallidos.
21 democracias plenas, sobre un total de 194 países, no parece un dato demasiado halagüeño, especialmente si tenemos en cuenta que los 53 países con democracias deficientes parecen mucho más propensos a retroceder que a avanzar en esta forma de gobierno. Pero lo peor no es que 171 países se empeñen en ignorar la encantadora profecía de Fukuyama, sino que las 21 democracias que existen en el mudo muestren preocupantes signos de fatiga.
Hoy la humanidad en general parece más dispuesta a involucionar que a evolucionar, a retroceder sobre sus pasos y olvidar sus aciertos y errores que a recordarlos. La Rusia de Putin es, quizá, un ejemplo paradigmático. No tanto por abrazarse a la vieja solución de la guerra para expansionarse, como por su pretensión de desagraviar al régimen soviético y a sus figuras más representativas. Este resarcimiento de lo soviético incluye a Iósif Stalin, como no podía ser de otra manera, pero también a Trofim Lysenko, ni más ni menos. Y es que, en los últimos años, según revela un estudio de Eduard I. Kolchinsky et al., los científicos rusos han publicado varios libros controvertidos en los que se demandan un replanteamiento del papel de Lysenko.
Los nuevos lysenkoístas afirman que su héroe fue un precursor de la epigenética y en este sentido pretenden reescribir la historia de la biología. Un elemento clave que contribuye al replanteamiento del lysenkoísmo es el aumento de la simpatía hacia Stalin y el estalinismo entre la población rusa. El estudio pone de relieve que, según Levada-Center (un centro de votación no gubernamental ruso), en 2017 el 47% de los rusos tendían a ver positivamente la personalidad y las capacidades de gestión de Stalin. Como resultado, conceptos monstruosos, compuestos por ideologías, prejuicios y creencias obsoletas, que se consideraban curiosidades pasadas y olvidadas de la era estalinista, resucitan de sus tumbas.
«En vez de profundizar en la libertad económica, Xi Jinping pretende regresar al férreo control político»
De forma similar, Xi Jinping parece determinado a revertir las claves del desarrollo económico y social chino y emular a Mao Zedong. En vez de profundizar en la libertad económica que se ha ido imponiendo gradualmente en China, pretende regresar al férreo control político que, en el pasado, fue responsable del atraso secular de su país.
La razón de que el secretario general del Comité Central del Partido Comunista de China actúe de esta manera es su convencimiento de que la libertad económica es la antesala de la libertad política. Y Xi Jinping detesta la democracia tanto como detesta a Occidente. Lo que no parece entender el líder chino es que la proyección de China como potencia mundial depende precisamente de esa libertad económica que quiere reducir drásticamente.
Diríase que el mundo, de forma abrumadoramente mayoritaria, es lysenkoísta en el sentido de que los ciudadanos de infinidad de países viven sometidos por regímenes que imponen la mentira. Esto de por sí es bastante preocupante, al fin y al cabo, que haya tantos países gobernados por la mentira no augura nada bueno. Pero lo es todavía más si las 21 democracias plenas que restan parecen sufrir una afección similar. Y no me refiero al auge del populismo, que con tanta alarma se denuncia, sino a las teorías que se han hecho carne en leyes y que no solo remueven principios fundamentales de la democracia liberal, como la igualdad ante la ley o la presunción de inocencia, sino que nos imponen la mentira.
Quizá el ejemplo más llamativo, pero no el más relevante, es la teoría queer, que en esencia es una reinterpretación del lysenkoísmo, solo que, en vez de aplicarse a las plantas, se aplica a las personas. En esta variante, los individuos serían producto del ambiente. No de la genética. Por lo tanto, si estas condiciones son eliminadas, el individuo podrá ser libre para escoger su identidad, incluida la identidad de género.
De esta idea surge la lucha contra el heteropatriarcado y, más recientemente, las leyes sobre la transexualidad que han proliferado en las democracias occidentales. Leyes que, con la pretensión de normalizar situaciones que objetivamente son anormales (entiéndase anormal como aquello distinto de lo general o que se aparta de su estado natural), imponen una nueva normalidad incompatible con la verdad.
Lo cierto es que la teoría queer no llega a la categoría de teoría, ni siquiera a la de hipótesis. Es simple superchería, envuelta en una literatura ridículamente prolífica, farragosa y sospechosamente ininteligible. Ahora bien, dicho esto, centrar el problema de las leyes trans en lo que llaman «borrado de las mujeres» nos distrae de su daño más profundo: el borrado de la tutela efectiva de los menores, que es una obligación y un deber de los adultos y, por consiguiente, de cualquier sociedad desarrollada que se precie.
«La obsesión por la igualdad de resultados ha abierto la puerta a la creencia de que unos pocos pueden planificar el futuro de la humanidad»
Pero, como digo, la teoría queer es quizá la expresión más llamativa del particular lysenkoísmo que aflige a las democracias occidentales, pero no la más importante. Tampoco lo es la llamada Teoría Crítica, y sus derivadas, como la Teoría Crítica de la Raza. El principal y más grave efecto de la afección lysenkoísta occidental es la obsesión por la igualdad. No la igualdad de oportunidades, sino la de resultados. La condición humana es incompatible con este tipo de igualdad. De hecho, lo que nos humaniza es la diferencia. La diversidad, esa palabra que tantas veces se pronuncia, consiste precisamente en poder ser distintos y, sin embargo, equivalentes. Sujetos con orígenes, cualidades y ambiciones dispares, pero con los mismos derechos y sometidos a idénticas reglas de juego.
Esta obsesión por la igualdad de resultados, que los politólogos proyectan sin descanso mediante la cuantificación de cualquier desigualdad, ha abierto la puerta al lysenkoísmo más peligroso de todos: la creencia de que unos pocos pueden planificar el futuro de la humanidad. Una creencia que, en Europa, nos ha regalado esta transición energética anumérica, inasequible para el común y que, salvo milagro, traerá consigo grandes dosis de dolor.
Es cierto, a qué negarlo, que los occidentales podemos mirar hacia el mundo exterior con una creciente inquietud, incluso con temor. Tenemos motivos para ello. Pero, si queremos salir airosos, deberíamos mirar sobre todo hacia el interior. Deberíamos, en definitiva, tener muy presente aquello que también advirtió Revel: que si bien el totalitarismo se suicida cuando se deja invadir por la verdad, la democracia lo hace cuando se deja invadir por la mentira. Ni que decir tiene que los españoles, por la cuenta que nos trae, más nos vale ser los primeros en interiorizar esta verdad.