Un intríngulis moral
«La bomba sobre Hiroshima justificó la inversión en investigación. También lo que está pasando en Ucrania tiene mucho que ver con las cuentas de resultados»
¿Cuándo volverá por fin mi tía Ágata de la vuelta al mundo que a su provecta edad está dando para complacer a su nuevo y joven gigoló? Porque ya no aguanto más: los dos chihuahuas que dejó a mi tutela, Grossman y Derry, me tienen harto con su ulular y sus ladridos. Por si fuera poco, tengo que sacarlos de paseo cada día.
-Hombre, don Ignacio –me dice Paquito, el barman, al verme entrar con ellos en la coctelería Derby, mientras se apresura a servirme una copa de mezcal rebajadito con tequila y un chorrito de zumo de naranja-, estos pobres chuchos tienen cada día un aspecto más demacrado y melancólico. Y es que me los infraalimenta usted.
-Es que son muy tontos, y el hambre aguza la inteligencia, Paquito. Recuerda el diálogo entre Babieca y Rocinante en El Quijote: «Filosófico estáis – Es que no como».
-Ya, pero además encima me los castiga usted a todas horas dándoles de bastonazos.
-Les apaleo por su bien, Paquito, porque son alborotadores y desagradecidos y tienen que aprender disciplina. Y ya sabes que la letra, con sangre entra. Los antiguos, que era una gente tan rara que, en vez de hablar en español, como todo el mundo (¡y con lo fácil que es, además!), se empeñaban en hablar nada menos que en latín, que no lo entiende nadie y es propiamente una lengua muerta, lo decían así: «Per aspera ad astra».
-¿Y eso qué quiere decir?
-Quiere decir que si arrostramos las dificultades en vez de esconder la cabeza bajo el ala, nada nos será imposible, alcanzaremos el cielo.
-A propósito de cielos, ¿recuerda usted que el viernes pasado me contó que el comandante Paul Tibbets, aquel aviador que tiró la bomba sobre Hiroshima, se ofreció luego para tirar la de Nagasaki?
-Claro. Pero le negaron el capricho.
«Tras ser informado de que Hiroshima había desaparecido del mapa, Truman exclamó: ‘¡Es la mejor noticia de la historia!’»
-Pues desde entonces no he parado de darle vueltas a este asunto.
-No me extraña, Paquito, es un caso con mucho intríngulis moral. Te recuerdo que durante la conferencia de Postdam, en la que se repartieron con Stalin el dominio del mundo, Harry Truman y Winston Churchill secretearon sobre la conveniencia de arrojar sobre las ciudades japonesas a Fat Man y Little Boy, aquellas bombas exterminadoras. Y el dirigente británico, fingiéndose, el muy hipócrita, moralmente preocupado, escribiría luego, en La Segunda Guerra Mundial, que tuvo sus escrúpulos de conciencia, pero que, dado que así se salvarían muchas vidas de soldados, le dio al presidente norteamericano su conformidad. Acabada la conferencia, Truman, de vuelta en barco a América, fue informado de que «la cosa estaba hecha», de que Hiroshima había desaparecido del mapa, y hay muchos testigos de que exclamó, jubiloso: «¡Es la mejor noticia de la historia!». Ya ves, Paquito. Ponme otra copa de lo mismo.
-Aquí tiene, don Ignacio, se la he puesto cargadita, como a usted le gusta; y además, por gentileza de la casa, le he añadido un chorrito de gasolina de 95 octanos, para darle más cuerpo.
-Estás loco, Paquito. ¿Gasolina? Me saldrá carísimo el trago.
-Bah, hay descuento del Gobierno. Y por otra parte, ¿qué más da, si usted no paga nunca?
Ahí el buen Carlitos (me he cansado de llamarle «Paquito», que suena cañí) ponía el dedo en la llaga. Es mi política: lo dejo todo a deber en todas partes. Pero es que últimamente se están muriendo a mi alrededor tantos amigos y conocidos que supongo que el siguiente en irse al otro mundo podría ser yo, y en tal caso ahorraría muchísimo, pues mis deudas quedarían canceladas por defunción. Allí en el otro mundo, ya pueden perseguirme los acreedores todo lo que quieran.
Y si no se da ese caso, si quiere el Señor que siga yo enredando aquí durante algún tiempo más, se me ha ocurrido que para saldar mi cuenta en el Derby, que ya es ya abultada y en realidad vertiginosa, es mejor esperar a que se devalúe el euro. Así, el día que me decida a cancelarla será más barata. ¿No?… Por la inflación, digo. ¿O es lo contrario, será más cara?… ¡Yo qué sé!
-Te decía, mi querido aunque materialista Carlitos –proseguí para cambiar rápidamente de tema–, que Truman, el presidente norteamericano, al enterarse de que habían muerto en un suspiro 80.000 civiles japoneses, exultaba. En cambio, sabemos que al inventor de la bomba, Robert Oppenheimer, le devoraron los remordimientos durante el resto de su vida; y el primer almirante de la flota, William D. Leahy, que por su influencia en la guerra y la política exterior norteamericana era conocido como El segundo hombre más poderoso del mundo, escribió en sus memorias: «Una vez se probó la bomba (cerca de Alamogordo, en el desierto de Nuevo México), el presidente Truman afrontó la cuestión de si usarla o no. No le gustaba la idea, pero fue persuadido de que así acortaría la guerra contra Japón y salvaría vidas americanas. Mi opinión personal es que el uso de ese arma bárbara en Hiroshima y Nagasaki no fue de especial utilidad en la guerra contra Japón». Los japoneses ya tenían su marina hundida, sus fuerzas aéreas desarboladas, sus industrias desmanteladas y los suministros de alimentos disminuyendo de forma acelerada por el efectivo bloqueo marítimo y los bombardeos exitosos con armas convencionales. Estaban ya derrotados y dispuestos a rendirse.
«Yo sentía», escribe Leahy, «que al ser los primeros en usarla adoptábamos una pauta ética propia de los bárbaros de la Edad Oscura. A mí no me enseñaron a hacer la guerra de esta forma, ni que las guerras se ganasen destruyendo a mujeres y niños».
-¡Caramba, don Ignacio! ¡Nunca va a dejar usted de sorprenderme! ¡Hay que ver qué frases más largas cita de corrido! Cómo se nota que tiene estudios.
-No son los estudios, Carlitos, es que ese chorrito de zumo de naranja que le echas al cóctel activa poderosamente la memoria.
-Ah, qué bien. Pues le pongo otro.
-Pero no te pases con la gasolina.
-Descuide, sólo unas gotitas… Dígame, si ese Almirante Lehay estaba en lo cierto y los japoneses estaban ya derrotados, cercados y dispuestos a la rendición, lo que no entiendo es porqué igualmente hubo que tirar la bomba sobre Hiroshima el 6 de agosto y, luego, además, la de Nagasaki el 9.
-Creo que una vez más puedo resolver tus dudas, querido Carlitos, citándote las palabras de Liddell Hart en su influyente Historia de la Segunda Guerra Mundial. Verás: los anglosajones preferían no esperar ni un día la rendición, en primer lugar porque el 8 de agosto la URSS había declarado la guerra a Japón, con el propósito oportunista de participar en la ocupación del derrotado imperio del Sol Naciente y en el subsiguiente reparto de tan apetitoso pastel.
-Ah, entendido: las bombas atómicas y la rendición inmediata zanjaban esa fastidiosa posibilidad de intromisión soviética en Asia. Pero ha mencionado usted una segunda razón.
-Sí, mira, Carlitos… Es muy triste. Si muchos, en torno al proyecto de la bomba, querían tirarla, era debido a la enorme suma invertida en la investigación. Había costado miles de millones de dólares. Según dijo uno de los altos militares implicados en el Proyecto Manhattan: «La bomba tiene que ser un éxito, por el mucho dinero gastado en ella. Si fallara, ¿cómo íbamos a explicar ese enorme gasto? Pensad en el enorme clamor público que tendría lugar… El alivio experimentado por todos los interesados cuando la bomba se terminó y se lanzó fue enorme».
-¡Qué horror! -se indignó el barman- ¡O sea que aquella atrocidad se cometió para justificar el gasto!
-Efectivamente, Carlitos. Y créeme si te digo que también lo que está pasando y lo que pasará en Ucrania tiene mucho que ver con las cuentas de resultados…
-¡El dinero! ¡Siempre el maldito dinero!
-Efectivamente… y a propósito de dinero, gastos y cuentas, apunta todo esto en la mía.
«Josep María Mainat tiene potentes terminales en las cadenas televisivas, a las que ha surtido con sus heces durante décadas»
-¿Cómo? ¿Ya tiene que irse, don Ignacio? ¿No me va a decir nada sobre esas estadísticas tan alarmantes del consumo de tranquilizantes en España? Y yo esperaba comentar con usted también los juicios orquestados por el pérfido Josep María Mainat contra su ex mujer, la pobre Angela Dobrowolski.
-Mira, este caso es bien sencillo: Mainat es catalán de pura cepa, tiene el mejor abogado de Barcelona, tiene una fortuna, tiene potentes terminales en las cadenas televisivas, a las que ha surtido con sus heces durante décadas, tiene simpatías en los estamentos políticos regionales como defensor del procés, sintoniza con la grey nacionalista.
-Ya, o sea que tiene algunas bazas a su favor.
-Mientras que Angela Dobrowolski es extranjera, impecune, tiene abogado de oficio, no tiene contactos ni influencias, y los medios la han hecho quedar ya como loca y potencial asesina. ¿Quién crees que ganará esos juicios?
-¡Toma! ¡Es bien sencillo! El vil Mainat.
-Bingo. «No hase falta desir más», como decía Cruyff. Pero quede el tema del desaforado consumo de Tranquimazín por la población española, y otros temas no menos apasionantes, para la próxima semana, Carlitos, que tengo hora en el veterinario para aplicar la eutanasia a Grossman y a Derry, y se me hace tarde.
-Sí, llévese a esos perros, lléveselos, no me deje aquí a estos engendros del demonio, son tan feos que me espantan la clientela.
-Y otra cosita antes de irme… ¿Sabes qué te digo, Carlitos? Esas copas que te debo, mejor no las apuntes. No seamos mezquinos. Olvidémonos del maldito dinero. Empecemos de cero.
-¿Me está diciendo que me olvide de su cuenta?
-Exactamente. ¿No querrás ser como Truman el ángel de la muerte y su corte de avaros y calculadores, que arrojaban bombas atómicas para cuadrar sus cuentas?
-¿Como Harry Truman, yo? ¡Válgame Dios! ¿Ir por ahí exterminando a la gente? ¡Jamás!
-Así me gusta. Entendidos, entonces. ¡Hasta la próxima, mi querido amigo!… Vamos, Grossman, Derry, no os hagáis los remolones, que os voy a presentar a un nuevo amiguito que os facilitará el tránsito hacia… un sitio mejor.