THE OBJECTIVE
Andreu Jaume

Esperanza nuclear

«Más allá de la actualidad y sus servidumbres, la guerra sirve para poner de manifiesto la situación existencial en la que nos encontramos»

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Esperanza nuclear

Como sabemos, la guerra en Ucrania ha entrado en una nueva fase. Con la movilización parcial de reservistas y las nuevas amenazas nucleares, Putin necesita reactivar el miedo que de alguna manera se había relajado en los últimos meses. Según algunos analistas, esa es la obsesión del presidente ruso y de su aparato de propaganda, mantener vivo en Occidente el miedo (Strach) que inspira la grandeza de Rusia. En los largos y minuciosos artículos dedicados al asunto, Die Zeit contemplaba la semana pasada tres posibles «escenarios» con armas nucleares estratégicas y tácticas. Las estratégicas son misiles de largo o de corto alcance. Las tácticas no pueden llegar tan lejos pero causarían una destrucción mayor que la bomba de Hiroshima. 

Los supuestos escenarios serían pues los siguientes: detonar una «pequeña» arma nuclear en lo alto del Mar Negro sin consecuencias militares inmediatas pero que sirviera de claro mensaje disuasorio para Ucrania y sus aliados, cuyo bloque se desmoronaría ante la evidencia de una escalada. El segundo escenario sería el lanzamiento de una bomba un poco más grande en el cielo de Ucrania que consiguiera dejar fuera de servicio todas las comunicaciones militares del enemigo, sobre todo los satélites a través de los que Estados Unidos manda información al ejército ucraniano. Y un tercer escenario consistiría en el ataque nuclear a una ciudad importante de Ucrania, con cientos de miles de muertos y la contaminación de toda una región. Esa última posibilidad se considera sin embargo «inverosímil», ya que aislaría a Rusia del mundo entero. Estas son las cábalas de profesionales implicados, se supone que de inteligencia militar, consultados por Die Zeit.

¿Son sin embargo estas especulaciones, todas ellas, verosímiles? ¿Somos conscientes de lo que de verdad supondría un solo ataque nuclear, así fuera con una «simple» bomba «táctica», capaz por otra parte de generar más muerte que la de Hiroshima? ¿Se pueden lanzar armas atómicas a los aires sin causar más destrucción que en las telecomunicaciones? ¿Hasta qué punto la realidad virtual y el constante mercadeo informativo se han convertido en nuestro eufemismo más siniestro? Más allá de la actualidad y sus servidumbres, la guerra sirve para poner de manifiesto la situación existencial en la que nos encontramos. En agosto de 1945, Elias Canetti escribió que «la bomba atómica se ha convertido en la medida de todas las cosas». A su juicio, después de Hiroshima y Nagasaki ya no era posible decir «objetivamente», puesto que el planeta entero se había dispuesto bajo la subjetividad de la aniquilación. Conviene volver a sus apuntes de aquellos días, llenos de una atención y una preocupación que hoy parecen  erradicadas de nuestro sistema moral:

«La materia ha sido destrozada, y el sueño de la inmortalidad, que estábamos a punto de realizar, ha quedado hecho añicos. Las estrellas, que estaban tan cercanas, ahora se han perdido. Lo más próximo y lo más remoto se han vuelto una sola cosa, ¡y bajo qué relámpagos! Tan sólo lo quieto y lo lento son aún dignos de vivir. Y les ha quedado poco tiempo. Breve fue el placer de volar. Si hubiera almas, esta nueva catástrofe también las habría alcanzado. Y así no deseamos que exista nada, pues, ¿qué es inalcanzable? La destrucción, segura de su origen divino, penetra hasta la médula de las cosas, y el Creador aplasta junto con la arcilla su propia mano plasmadora. ¡Permanencia, permanencia! ¡Indigna palabra! Los árboles eran la forma más sabia de la vida y caen con nosotros, depredadores de átomos. […] No es que no veamos nada ante nosotros. Pero el futuro se ha escindido: será de un modo o de otro; por un lado, todo el temor; por el otro, toda la esperanza. Ya no tenemos el peso necesario para decidir sobre ello, tampoco en nosotros mismos. Un futuro bífido, pitonisa nuevamente honrada». 

«Lo importante es que seguimos viviendo bajo el signo de la aniquilación, como si el mundo se hubiera dado la vuelta y apareciera pendiente»

Canetti se dio cuenta de que con la bomba atómica la humanidad había entrado en una nueva fase ontológica. De pronto ya no podíamos contar con la seguridad de la permanencia ni de la eternidad. La fascinación, constitutiva de Occidente, por el vaivén de las cosas en la nada había encontrado por fin su instrumento perfecto. Desde entonces, el hombre está condenado a un constante impending doom, a una espada de Damocles de la que ya nunca –nunca– se librará. La desesperación y la esperanza son ahora nuestro único destino. Sólo cabe esperar que la amenaza nuclear no se cumpla, pero no que se cumpla a medias o con bombas de mayor o de menor alcance, tácticas o estratégicas. La distinción es tan trivial que debería avergonzarnos. Las guerras industriales nos acostumbraron primero al exterminio masivo y ahora ya estamos a punto de asumir la propia aniquilación total con un gran bostezo. 

Canetti dijo que la nuestra sería recordada un día como la era de la muerte, ya que nunca antes el hombre se había librado a ella con tanta sumisión. En un sentido parecido, André Malraux observó que nuestra civilización es la primera capaz de conquistar el mundo entero pero incapaz de inventar sus templos o sus tumbas. (Nada nos define mejor que los asépticos tanatorios donde se ofician humillantes funerales con el nombre del finado en un panel electrónico). Nos queda la esperanza, pero solo la esperanza, contra el miedo que nosotros mismos nos inspiramos. En Sentido único (1928), Walter Benjamin escribió una luminosa reflexión al respecto que un siglo después se ha convertido en la descripción de nuestra forma de habitar la tierra:

«El Baptisterio de Florencia. En el portal se ve la Spes («Esperanza») de Andrea Pisano. Está sentada y eleva desamparada los brazos a un fruto que permanece inalcanzable. Y sin embargo tiene alas. No hay nada más verdadero». 

Muy al final de su vida, en 1992, Canetti volvió sobre el asunto de la bomba atómica y anotó:

«En agosto de 1945 pensaste: esto es el final o dará muy pronto origen al final. Han pasado cuarenta y siete años. Pese a todo lo ocurrido desde entonces, no ha caído ninguna bomba atómica ni se ha destruido una sola ciudad de esa manera. ¿Consuelo?»

Sí, es el mismo consuelo desde hace ya ochenta años. Durante todo este tiempo la bomba ha podido caer en varias ocasiones –la crisis de los misiles en Cuba, la tentación de Nixon en Vietnam–, pero lo importante es que seguimos viviendo bajo el signo de la aniquilación, como si el mundo se hubiera dado la vuelta y apareciera pendiente. Seamos al menos conscientes de ello. En el peligro crece también lo que salva. 

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