THE OBJECTIVE
José Carlos Rodríguez

Europa se ha creado su propia crisis energética

«La dependencia de Rusia es lo que nos permite presumir de que menos del 20% de nuestro consumo energético procede de fuentes caras como las renovables»

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Europa se ha creado su propia crisis energética

El presidente de Rusia, Vladimir Putin. | Reuters

Europa ha recorrido dos caminos en la construcción de su modelo energético; ambos nos conducen a la pobreza y a la dependencia. El primero de ellos es el de la sustitución de los hidrocarburos y de la energía nuclear por las llamadas energías renovables. 

La agenda se fijó en el informe del IPCC de 1990, La cumbre de la Tierra de 1992 en Río y el Protocolo de Kyoto en 1997. Pero no hay una política energética europea integrada hasta 2007. El plan tenía tres ejes: sostenibilidad, seguridad del suministro y competitividad. Como los políticos necesitan vender su mercancía, necesitan acuñar algún lema que los medios de comunicación trasladarán acríticamente a la población. Entonces el lema era 20/20/20: El porcentaje de reducción de gases de efecto invernadero sobre 1990, el de consumo de energías renovables, y el de reducción de uso primario de la energía, antes de 2020. Esto se acompañó con un par de directivas de 2009. Luego ha fijado nuevos objetivos para 2030 y para 2050, año en que habremos reducido triunfantemente las emisiones de gases de efecto invernadero en un 85%.

Por el momento, hemos pasado de que las energías renovables supongan el 6,74% del consumo de energía en 1965, al 5,14% en 1990, y al 18,57% en 2021. Los combustibles fósiles aportan un 70,42%, y la energía nuclear un 11,01%. Puede parecer un avance modesto, especialmente si tenemos en cuenta que le hemos dedicado un par de billones de euros de inversión, y mucho más de pérdida de PIB por haberlo desviado hacia unas tecnologías muy caras. 

«La llamada transición energética es, sin eufemismos, planificación económica»

A esto lo llamamos transición energética. Pero no es una transformación natural, en la que cada tecnología ha reclamado su parte en función de lo que le puede dar a la sociedad. En otro momento menos propenso a los eufemismos habríamos llamado a esta ‘transición’ con dos palabras: planificación económica. 

El segundo camino es el de depender cada vez más en los hidrocarburos procedentes de Rusia. La Unión Europea depende del petróleo, del gas y del carbón rusos en un 27%, un 40% y un 46%, respectivamente. 

Ronald Reagan advirtió a Europa del peligro de depender del gas natural ruso. De esto hace cuatro décadas. Pero hemos ido ampliando nuestra necesidad de importar de Rusia el combustible de nuestra economía, mientras abandonábamos nuestras propias fuentes de hidrocarburos. ¿Cómo, si no, íbamos a ampliar la presencia de energías renovables? La energía rusa es la que nos ha permitido presumir ante el resto del mundo de que menos de un 20% de nuestro consumo energético procede de fuentes caras y poco fiables, como son las renovables. 

Para guardar la energía procedente de fuentes renovables equivalente a dos meses de gas, necesitaríamos inversiones en baterías por valor de 40 billones de euros, y sólo llegaríamos a la cantidad necesaria tras unos cuatro siglos de producción de las actuales factorías. ¿Podemos confiar en que las renovables nos van a sacar de un atolladero? No. 

De modo que ambos caminos son, en realidad, el mismo. Para cumplir con el sueño de reducir nuestras emisiones de CO2, hemos renunciado a la seguridad energética, y le hemos entregado a un loco que tiene como interlocutores a los futuros historiadores, a los que está dispuesto a entregar la vida de millones de personas con tal de crear su gran Rusia.

Entre esos dos caminos, hemos sacrificado la energía nuclear. Para dominarla sólo necesitamos algo que tenemos en abundancia: conocimiento y capital. La cuarta generación de centrales nucleares produce instalaciones más pequeñas, aún más seguras, y que se pueden construir en períodos más cortos que antes. 

«Europa ha reaccionado con una mezcla de estupor, inseguridad y estupidez»

Ahora nos enfrentamos a una pobreza energética que va a conducir a Europa a la recesión, y a los europeos a recordar el sabor de la pobreza masiva. La industria se va a detener por momentos, industria por industria en función de sus necesidades sin cubrir. Vamos a romper la cadena de producción, y sabemos por la pandemia lo que cuesta reconstruirla. 

Europa ha reaccionado con una mezcla de estupor, inseguridad y estupidez. La estupidez la ha puesto nuestro Gobierno. En España y Portugal hemos introducido un sistema propio que consiste en desvincular el precio del gas de las condiciones del mercado, y fijar para él un precio máximo. Esto se logra dedicando un buen presupuesto de dinero público que cubra la diferencia con el precio. Pero lo que ha ocurrido es que ese gas con el precio dopado ha acabado en el mercado de Francia. De modo que el dinero de los contribuyentes españoles y portugueses está acabando en los hogares franceses.

Otra propuesta estúpida, que compartimos con otras naciones europeas, es la de gravar los mayores beneficios de las empresas energéticas. Lo que necesitamos es que haya muchos más beneficios de esas empresas para que inviertan más en surtirnos de lo que necesitamos, no que se lo queden los políticos para que lo gasten en ganar elecciones. Otros países extraen cantidades ingentes de dinero a sus contribuyentes presentes y futuros (Alemania 65.000 millones de euros, Gran Bretaña 100.000 millones de libras) en pagar parte de la factura energética de esos contribuyentes en su faceta de consumidores. A todo ello se suman el racionamiento y los controles de precios, que sólo llevan al caos y a un mayor desabastecimiento. 

El camino hacia una solución no está ahí, sino en el gas que se atesora en Groninga, en Holanda, o en el petróleo, pero también el gas, que espera en el Mar del Norte. Y en el resto de yacimientos que debemos explotar como si nos fuera la vida en ello. Porque nos va en ello.

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