El lío del Nobel
«Hay algo líquido en la manera de Annie Ernaux de presentarse al mundo y quizá sea ese factor el que la ha encumbrado entre los lectores y llevado hasta el premio»
Tal vez haya que pensar que el invierno de nuestro descontento –que ofreció por televisión su monstruoso parto el 11 de septiembre de 2001– se ha infiltrado hasta allí donde nunca imaginamos que lo haría. Ingenuos de nosotros creíamos que existirían zonas exentas de riesgo y que la peste –una de ellas, pues la combinación es múltiple– se mantendría a distancia de todo aquello que no le interesara. Cuando es evidente que desde la Gran Guerra, la ingenuidad no es permisible. Pero aunque suene extraño, lo creímos sin pensar en el absolutismo de las épocas de grandes crisis, que todo lo ocupan, infectan y enferman.
La literatura, por ejemplo, podía ser una de esas cosas, digamos, sanas o al margen. Como lo había sido El Decamerón y lo fueron los Cuentos de Canterbury, no por contemporáneos a otra gran peste, infestados por ella. Un error de cálculo porque la literatura suele ser también el sismógrafo de casi todo. Cojamos el Nobel como síntoma y veamos lo ocurrido con él desde el 11-S y la descomposición del viejo mundo que es el nuestro, mientras el nuevo aún no existe y lo que vemos no nos gusta ni poco ni mucho. ¿Hay algo que vaya bien por ahí? O lo que es más dudoso: ¿será suficiente con la suma de las cosas pequeñas que vayan bien para contener el desastroso aluvión? Nunca ha ocurrido.
Después del escándalo de las filtraciones, presiones y usos indebidos de distintas propiedades de la Academia Sueca por parte del marido de una de las académicas, vino el año de ausencia de premio –una ausencia que remarcó la injusta negativa a que lo obtuviera el gran Philip Roth– y la concesión del galardón a Bob Dylan –a mí me gustó eso, pero nunca supe hasta qué punto no era una bomba de relojería o una estrategia para congraciarse con una nueva galería–. Cosas que indicaban que algo iba mal, también ahí, y eso que entre los últimos premios los había muy acertados. Pienso en Alice Munro, en Peter Handke, en Svetlana Alexievich, pero también en Modiano e Ishiguro pese a su juventud (más joven era Pamuk cuando se lo dieron).
«Ernaux es de esos autores que por contundente que sea su literatura luego están y no están, son y no son»
En los dos últimos años han ocurrido varios fenómenos curiosos. El pasado lo obtuvo el tanzano Abdulrazak Gurnah –una de cuyas novelas había sido publicada en España por Muchnik tiempo atrás– y prácticamente nadie se ha dado por enterado. ¿Se venden sus libros ahora publicados en Salamandra? Me da que poco y sin embargo Gurnah es tan bueno en la novela como lo fue el nobel Walcott en la poesía. Y si los cito juntos no es tanto por el color de su piel como por la manera de hacerse suyas lenguas y culturas del colonizador en beneficio de la cultura propia. Cuando hoy en día prima lo contrario: el resentimiento y la iconoclastia y tal vez de ahí el poco eco.
En cuanto a este año ha sido Annie Ernaux la elegida y venía siéndolo desde hacía tiempo. Quiero decir que por todo veíamos a Annie Ernaux: monografías, quinielas, festivales, largas entrevistas, premios, adaptaciones cinematográficas…. La omnipresente Ernaux. Lo que inducía a pensar que algo estaba pasando con ella y no hablo ahora de calidad literaria, que la tiene, aunque de caer el premio en Francia algunos hubiéramos elegido otros nombres (se me ocurre ahora Pierre Michon, por ejemplo). Lo que pasa con Ernaux es que es de esos autores que por contundente que sea su literatura luego están y no están, son y no son… Hay algo líquido en su manera de presentarse al mundo al margen de sus libros. Y también lo hay en la visión que de ella tienen sus críticos ensalzando como virtudes lo que en otros consideran defectos: su escritura alrededor del yo, sin ir más lejos, que los demás ven como narcisismo o agotada auto-ficción y en ella como osadía literaria y humana. Y quizá sea precisamente ese factor líquido el que la ha encumbrado entre los lectores y la ha llevado hasta el Nobel, aunque no le guste el sistema de los premios –lo decía hace pocos meses en una extensa entrevista en Lire– y lo encuentre incluso muy malsano (sic). Entonces, ¿por qué no rechazarlos? Si desde adentro no pueden cambiarse ¿por qué no cambiarlos desde fuera? O de otra manera y aunque sea el pan de cada día y estemos más que acostumbrados: ¿dónde la honestidad esgrimida en la oscuridad y travestida luego bajo la luz de los focos? La respuesta es obvia: porque cuando le toca a uno, rarísimo es el caso del que pasa de largo y sigue en sus cosas, por mucho que predicara antes.