La comedia inglesa
«La muerte de Isabel II parece haber precipitado el caos y la discordia que venían gestándose desde hace más o menos una década»
Duele ver cómo uno de los países que más ha contribuido a formarnos se está convirtiendo en una caricatura de sí mismo. La muerte de Isabel II parece haber precipitado el caos y la discordia que venían gestándose desde hace más o menos una década, cuando el Partido Conservador retomó el poder decidido a recuperar la soberanía de Britannia con viejos mitos espurios. El desafío de ese clown que fue Nigel Farage, quintaesencia de la imbecilidad nacionalista, provocó una inflamación de las identidades que terminó abocando al viejo, cansado y débil Reino Unido a un delirio plebiscitario que ahora se está demostrando mortal. Aquel zoquete de David Cameron, el primero de los nuevos tories embebidos de orgullo estéril, por poco pierde el referéndum de Escocia. La pírrica victoria, sin embargo, lejos de hacerle reflexionar acerca de la capacidad destructiva de ese instrumento de aberración democrática, le dio alas para cumplir la promesa de consultar a la ciudadanía sobre la permanencia de la nación en la Unión Europea, seguro de ganar otra vez el envite, aunque fuera por los pelos.
La campaña del Brexit fue uno de los primeros síntomas de la general degradación pública que vivimos en el orbe democrático. Muchos políticos, aun a sabiendas del daño que la ruptura podría ocasionar, se unieron a la corriente populista, ebrios de falacia y basura, librados al cinismo, enarbolando el espectro de héroes nacionales que gracias a ello se han visto humillados. Boris Johnson, converso de última hora a la causa euroescéptica, quiso presentarse como un nuevo Winston Churchill, una figura que, a fuerza de ser citada y manoseada, se ha convertido en un muñeco vacío. Como observó hace mucho tiempo Christopher Hitchens, Churchill fue en muchos aspectos un político fracasado al que solo un claudicante fervor histórico había transmutado en gloriosa escayola. Si de verdad se quieren valorar con detalle los méritos de su legado, no hay que perder de vista el trasfondo fallido de su trayectoria, como hizo el laborista Roy Jenkins en su magna biografía, un homenaje en las antípodas del monigote regurgitado por Johnson.
«La campaña del Brexit fue uno de los primeros síntomas de la general degradación pública que vivimos en el orbe democrático»
Algo parecido ha ocurrido con Margaret Thatcher, otra diosa del fantasioso imaginario británico, inspiradora de esa nueva ola de antieuropeísmo, a la que se quiso redimir de su dimisión en 1990, motivada sobre todo por su oposición a la integración europea, ya entonces fundamentada en una idea caduca de la grandeza de un imperio inexistente. En ese sentido, el Brexit fue también un acto de desagravio a ‘Lady T.’, que en su día había sufrido la vejación de tener que escuchar cómo su viejo amigo Geoffrey Howe explicaba las razones de su dimisión como Ministro de Exteriores en la Cámara de los Comunes, ridiculizando a la primera ministra y precipitando su final. El Partido Conservador, de alguna manera, no se recuperó de ese trance y ahora está viviendo todavía las convulsiones de esa incapacidad de reconocer el mundo en el que vivimos. (A este respecto, conviene releer lo que Tony Judt escribió sobre la herencia económica, social y política de Thatcher, una enmienda a la totalidad contra los enternecedores esfuerzos por convertir sus gobiernos en una era dorada).
Una vez ganado el Brexit, el Reino Unido ha tenido que enfrentarse a la cruda verdad. Tras la marcha del artífice del desaguisado, Theresa May acabó estrellándose contra el lema que ella misma había acuñado para su mandato: «Brexit means Brexit. Indeed!» La nueva dama de hierro terminó dimitiendo deshecha en lágrimas, incapaz de manejar el desastre. Su sucesor, ese nuevo Churchill convertido en Benny Hill, llegó al extremo de cerrar el Parlamento, poner a la reina contra las cuerdas y provocar una crisis constitucional que tuvieron que resolver los jueces, anulando su decisión. Fue una de las operaciones más temerarias y vergonzantes que se recuerdan. Y todo ello con la oligofrénica oposición de Jeremy Corbyn, caricatura a su vez del izquierdismo revolucionario, incapaz de superar la nostalgia por los horrores del siglo XX. (Hasta cuándo, hasta cuándo durará esta enfermedad de considerar como posibles caminos de salvación el infierno del comunismo y del fascismo, las dos caras del nihilismo). La sucesora de Johnson, también presentada como una nueva Thatcher, apenas ha durado un mes. La emancipación de Bruselas iba a ser la panacea para lanzar un plan de rebaja fiscal que ha terminado por colapsar la economía.
«Isabel II ha sido la última reina que ha podido preservar un resto de sacralidad y seriedad, pero Carlos III ya ha subido al trono como una sombra de su personaje en The Crown»
¿Qué ha pasado para que uno de los países con una de las más sólidas tradiciones de pensamiento moral y político, de Hobbes y Shaftesbury a Burke y Hume, de Stuart Mill y Harriet Taylor a G. E. Moore, Bertrand Russell o Beveridge y Keynes, haya acabado devorada por sus propias mentiras? Pues para empezar, el olvido y la negligencia de esa tradición. La sociedad británica –y con ella el resto del mundo– se está abandonando a una complacencia espectacular de su historia, sin más defensa crítica que los sucedáneos televisivos que su decadencia genera. Isabel II ha sido la última reina que ha podido preservar un resto de sacralidad y seriedad, pero Carlos III ya ha subido al trono como una sombra de su personaje en The Crown, ese bodrio fruto de la peste imaginativa que las series están esparciendo en nuestro tiempo. Hay que decirlo una y otra vez, contra la marea publicitaria: las series son una estafa y en nada ayudan al debate público. Se trata de artefactos diseñados para sujetar a los espectadores a sus dispositivos y a las plataformas. Cualquier presunta intención crítica no es más que el anzuelo para domesticar a una ciudadanía que se está quedando sin referentes y a merced por ello de los engaños de políticos sin escrúpulos.
A lo largo de la modernidad, Inglaterra ha sido un ejemplo y un estímulo en muchos aspectos. Desde Jacobo I y su «union of hearts and minds», una política que sentó los fundamentos de Gran Bretaña y evitó la guerra civil que tanto se había temido durante el reinado de Isabel I, el país consiguió fortalecerse y reformarse sin tener que destruirse. Como ha demostrado Steve Pincus, la de 1688 fue la primera gran revolución moderna, mucho más determinante y transformadora que la de 1642, la que terminó con la república de Cromwell. Durante la Gloriosa se enfrentaron ya dos formas de entender la modernidad. Jacobo II defendía un gobierno católico, de inspiración francesa, centralista y burocrático, mientras que los Whigs terminarían imponiendo su concepto urbano, radial, mercantil y burgués del Estado, una visión que sentaría las bases de su monarquía parlamentaria así como el estilo de vida, la filosofía empírica y el pragmatismo comercial que definirían el imperio. La transformación del viejo mundo feudal al nuevo orden democrático fue mucho más inteligente, responsable y respetuosa que en la mitificada y banalizada Revolución Francesa.
«No hay que olvidar que Inglaterra debe buena parte de su calidad democrática a la extraordinaria riqueza de su literatura»
Ya a finales del XIX y principios del XX, Inglaterra también fue un ejemplo de reformismo y asimilación de movimientos de izquierda en el orden constitucional. La Sociedad Fabiana, precedente del Partido Laborista, consiguió dar voz y voto a las clases obreras, lo mismo que al movimiento sufragista. Basta repasar la pléyade de intelectuales que sustentaron el socialismo, de William Morris a Wells, Bernard Shaw, Beatrice Webb o Leonard Woolf, para hacerse una idea de la riqueza y la vibración moral que supuso en el país el debate sobre la cosa pública. Gracias a ese patrimonio, el Reino Unido pudo llegar a la Segunda Guerra Mundial con un Parlamento que fue entonces el único órgano vivo de la Europa democrática, un espacio donde aún se debatía mientras en el resto del continente, de Moscú a París, de Berlín a Roma y Madrid, reinaba el totalitarismo. Churchill fue la cabeza visible de un gobierno de concentración en el que también se sentaban figuras menos publicitadas como Clement Atlee, uno de los políticos más serios, honestos y discretos que ha habido, para muchos el mejor premier del siglo XX. A él y a su gobierno de posguerra le debemos la creación del Estado del Bienestar.
No hay que olvidar que Inglaterra debe buena parte de su calidad democrática a la extraordinaria riqueza de su literatura. El teatro es en el país, más que un género, una forma de vida. Desde el boato de la corona hasta la fiesta dialéctica de los Comunes o la judicatura, la high table de Oxford o incluso una conversación en una party, donde siempre hay que tener en cuenta a un tercero que escucha de espaldas, todo en la sociedad británica es alta comedia, pura representación, el sueño de Bottom. Su aguda conciencia moral y política también hizo posible el desarrollo de una tradición novelística sin parangón que ha ido problematizando todos las grandes cuestiones sociales, desde la revolución industrial hasta el mundo poscolonial, de George Eliot a V. S. Naipaul. Por no hablar de su poesía, esa meditación sin pausa que desde Thomas Wyatt hasta Auden o Ted Hughes no ha bajado en intensidad y alcance. Y hasta hace poco, su sistema universitario, basado en la meritocracia, era uno de los más ejemplares, un mundo de erudición y excentricidad que Noel Annan retrató mejor que nadie en The Dons (1999).
Tardaremos mucho en averiguar todas las razones de la decadencia de that precious stone set in the silver sea. En un estudio sobre El rey Lear, Harry Jaffa recordó que Abraham Lincoln, que fue un gran estudioso de Shakespeare, sostenía que la tarea más difícil del estadista no estriba tanto en fundar instituciones como en perpetuarlas. (Y ya Lincoln, por cierto, como el propio Jaffa expuso en su libro Crisis of the House Divided (1959), sobre el clima político que antecedió a la guerra civil americana, advirtió que el plebiscito era la mejor forma de destruir la democracia). Para Jaffa, la historia de Lear representaba la tragedia de un supremo monarca, encarnación de la unidad y la armonía, que se libraba al caos y la discordia al no obtener de Cordelia el reflejo de la alta idea de sí mismo que esperaba. La cólera del viejo rey sería así una metáfora de un Estado que ya no se reconoce en sus hijos pero incapaz al mismo tiempo de olvidar la vieja gloria que le ciega. En esa situación, cabría añadir, la verdad está ya sólo en manos del bufón, the Fool, el único capaz de cantarle las cuarenta al rey. («Mi rey, quisiera aprender a mentir»). Es curioso, pero el bufón sólo empieza a entonar sus canciones, llenas de ingenio y melancolía, cuando el reino se desmorona.