Tipos de odio
«Ahora hay formas de odio moralizantes, como las ‘cancelaciones’ de artistas a los que se acusa de comportamientos inconvenientes aunque no estén demostrados»
En nuestros días el odio tiene mala prensa, aunque no parece aventurado asegurar que goza de excelente salud. Cuando oigo dicterios contra los cada vez mas variados tipos de odio existentes (se llaman fobias: xenofobia, homofobia, islamofobia, gordofobia… quizá tontofobia, no sé) recuerdo aquella gansada colegial: un tipo va al médico y le dice que odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus compañeros de trabajo… El doctor responde asombrado: «Pero, ¿y por qué me cuenta eso a mí?». «Como es usted el médico del odio…». «¡No, hombre, del oído!». Es malo, ya lo sé, perdón, pero de pequeños nos reíamos mucho. Pasando a lo serio, el odio es una pasión negativa, que reconcome y ciega a quien la padece (¡ciego de odio!) y cuya influencia rara vez mejora el ánimo o la conducta de nadie. Rara vez, pero en ocasiones sí. Hay personas que aborrecen el racismo, sea por educación o experiencia propia, lo cual es sin duda algo positivo. Pero si ese aborrecimiento no se acompaña de una comprensión mas serena de por qué el racismo es detestable, es posible que el odio a los racistas se convierta en una variedad de lo odiado: negros que han padecido discriminación racial y aplican a todos los blancos el mismo baremo hostil, por ejemplo, o feministas indignadas justificadamente por la violencia machista que convierten esa brutalidad en un rasgo inevitable del sexo masculino. En eso consiste precisamente la ceguera del odio: hasta cuando aborrece lo más aborrecible, carece de precisión en los límites y de razones para justificar su antagonismo.
«Odiar es casi siempre malgastar la vida. Como bien aconsejó Stendhal en su ‘Lucien Leuwen’, no perdamos el tiempo en odiar y tener miedo. Que suele venir a ser lo mismo…»
Odiar es un ingrediente más de nuestra vida pasional, un aderezo que en pequeñas dosis realza ciertos sabores de modo eficaz pero que si se vuelca en exceso hace incomible el guiso. Ciertos odios son comprensibles y hasta necesarios, porque se enfrentan a practicas criminales, abusos intolerables y atropellos que ponen en peligro a la sociedad. En estos casos, lo reprensible sería no odiar esos males o minimizar el daño que causan, aunque siempre es aconsejable que el aborrecimiento vaya contra el comportamiento nefasto, no contra la persona en sí misma. La norma de Victoria Kent -«odia al delito y compadece al delincuente»- es también aquí pertinente. Pero hay odios injustificables porque ofenden a la humanidad: son los que detestan a personas por lo que son sin poderlo remediar, el odio a las razas, a los colores de piel, a las aficiones eróticas, a las lenguas maternas, a los que nacieron en otro lugar… El que odia a otro por esto le odia por su destino humano, es decir aborrece a la humanidad en su raíz misma. Otros odios son caprichosos, motivados por antagonismos idealistas: el odio a quien dice creer en dioses diferentes (cuando no sabemos ni qué es creer ni que es Dios), o practica rituales piadosos distintos a los nuestros (semejantes solo en su perfecta ineficacia), o come cosas que nosotros excluimos de nuestra dieta o destapa partes del cuerpo que nosotros llevamos cubiertas o viceversa. En estos casos, cuanto mas arbitrarios son los «pecados», mas radical y hasta feroz llega a ser nuestra condena de ellos. Generalmente el odio aumenta según se hace más injustificado racionalmente, tal como la embestida del toro es provocada por un color que no sabe por qué le ofende.
Los delitos de odio no lo son por odiar -no hay sentimientos delictivos, sean de atracción o repulsión- sino por incitar a agredir o causar cualquier perjuicio a las personas odiadas. Exteriorizar el odio pidiendo actuar contra los detestados es lo que puede constituir un delito punible legalmente. En la actualidad se dan formas de odio moralizantes, como las «cancelaciones» de artistas a los que se acusa de comportamientos inconvenientes aunque no estén demostrados penalmente. Se odia también estruendosamente a monumentos conmemorativos de personas o gestas que en su momento fueron consideradas gloriosas y hoy se desaprueban por modas éticas del día. Incluso se dan formas de odio triviales, como silenciar los nombres de quienes son aborrecidos para que caigan en el descrédito o el olvido. Por ejemplo, en el Babelia de hace unos días dedicado a la Feria del Libro de Frankfurt se presentaba pomposamente nada menos que la lista de «Los cien libros del siglo XXI», en la que repetían con dos o tres obras autores ínfimos mientras se silenciaba a Félix de Azúa o Jon Juaristi. Aunque quizá se debiera, más que a odio, a mezquindad imbécil del «jurado paritario» (?) que eligió los nombres celebrados. En cualquier caso, odiar es casi siempre malgastar la vida. Como bien aconsejó Stendhal en su Lucien Leuwen, no perdamos el tiempo en odiar y tener miedo. Que suele venir a ser lo mismo…