Nunca voté a Felipe González
«El libro de Sergio del Molino, ‘Un tal González’ y el de Ignacio Varela, ‘Por el cambio’ han conseguido devolverme la nítida alegría de aquella noche del Palace»
Nunca voté a Felipe González. Lo hubiera hecho el 28 de octubre de 1982 (mañana se cumplen 40 años), pero aún no podía votar. Para las siguientes elecciones generales, las del 22 de junio de 1986, en que habría podido, ya no lo voté. Ni a él ni a nadie. Tampoco lo hice en el referéndum de la OTAN de marzo de aquel año. Yo era abstencionista.
En enero había visto a González en persona por primera vez. Yo estaba entre la multitud frente al Banco de España, en Madrid, viendo pasar el cortejo fúnebre del alcalde Tierno Galván. Detrás caminaba el presidente, abrigo largo, piel cetrina, y pensé que era un traidor. ¿Qué me había decepcionado para entonces?
Ahora no lo sé muy bien, pero recuerdo algunas cosas, pocas. Recuerdo cuando nombró su primer Gobierno: un Gobierno poco de izquierdas, como de secretarios. Recuerdo los exabruptos en la campaña de la OTAN (¡aquel Pepote de la Borbolla!). Recuerdo la supresión de La Clave de Balbín; esta fue una enorme decepción, muy sintomática: por evitar que se hablara de un posible caso de corrupción del PSOE. ¡Y la supresión de La Edad de Oro de Paloma Chamorro!
En mi memoria hay otro episodio que ilustra mi mentalidad de entonces. En mi colegio mayor, el Johnny, ponían todas las semanas unos mostradores con libros rebajados de precio. Solía observar a un colegial del último curso, o sea, un viejales para mí, que encarnaba lo que yo despreciaba: formalito, adocenadito, sin brillo ni promesa, uno de esos a los que Nietzsche (¡yo era nietzscheano!) llamaba filisteos… Tenía encargado El cuarteto de Alejandría, pero nunca le llegaba El cuarteto de Alejandría, de manera que todas las semanas preguntaba por El cuarteto de Alejandría, con una ansiedad burguesa que me daba grima. Una mañana –faltaba poco para aquellas elecciones del 86– oí que le decía a otro: «¡Es que si no gana el PSOE, el país se vuelve ingobernable!». Esto era el PSOE, entre otras cosas: el partido de esos tipos.
«Al final me alegraba de que ganase cada elección, sin mi voto»
Después vino todo lo demás, y un cansancio de lustros por González. Pero un cansancio conflictivo. Yo al final me alegraba de que ganase cada elección, sin mi voto. No dejaba de ser la relación que se tiene con un padre. Y a los del sindicato del crimen, he de decir, los detestaba todavía más. Yo era antifelipista a mi manera: también sentía un profundo anti-antifelipismo.
El aniversario de mañana no tenía pensado celebrarlo, pero el libro de Sergio del Molino, Un tal González (del que escribí aquí), y el de Ignacio Varela, Por el cambio (que estoy terminando de leer), me han desarmado. Han despejado la bruma de todos estos años y han conseguido devolverme nítida la alegría de aquella noche en que Felipe González y Alfonso Guerra se asomaron a la ventana del Palace. Era una alegría histórica, realmente histórica: un final feliz para la historia de España (si se hubiera quedado quieto, como hacen los finales).
En realidad, en aquellas noches mías del Johnny también sentía una complicidad irónica, no exenta de cariño, por González. Mi habitación del curso 86/87 daba a su palacio, allá a lo lejos, tras las extensiones de la Ciudad Universitaria. En la alta madrugada, cuando yo me demoraba leyendo La realidad y el deseo o La Habana para un Infante difunto, o Los hijos del limo, me asomaba a veces y había encendida una luz en Moncloa, rodeada de noche, que yo jugaba a que era la suya. «Solo Felipe y yo velamos», les contaba riendo a mis amigos. Y a lo mejor era verdad.