La generación drogada
«La generación de la Transición somos responsables, si acaso, de legar a nuestros hijos y nietos una democracia muy imperfecta que hoy hace agua por todos lados»
A cuenta de la celebración de los 40 años de la victoria socialista de Felipe González, que algunos han aprovechado para reivindicar el espíritu de la Transición y, sobre todo, las bondades de un socialismo aparentemente moderado, me viene a la cabeza una anécdota reciente.
Poco antes de que el Congreso de los Diputados abordara el decreto aprobado por el Gobierno de Pedro Sánchez para exhumar los restos mortales de Franco del Valle de los Caídos, un personaje, a la sazón periodista, aludió a su generación, que es la mía, la de la Transición, como «la generación drogada». Según dijo, nuestra generación «aprendió de drogas, aprendió de porno y aprendió de movida», pero «se le olvidó que a su alrededor había cientos de miles, millones de personas que sufrían porque tenían a sus familiares enterrados en las cunetas». Así pues, sentenció, para pasar de puntillas por encima del pasado «nos drogamos mucho y tuvimos que hacernos mucho daño».
Desconozco los méritos públicos del personaje; menos aún conozco los privados. No sé si durante su alocada juventud tuvo detrás una familia no necesariamente pudiente, pero sí lo suficientemente esforzada como para que pudiera dedicarse despreocupadamente a ir de movida en movida, drogándose para olvidar la tragedia de millones de personas. Lo que sí conozco es mi propio devenir y el de muchos otros para quienes la movida fue, a lo sumo, un acné adolescente un tanto arrebatado que tiene su explicación.
Después de casi cuatro décadas de dictadura, y aún a pesar del desarrollismo que se inició en 1959, los españoles de entonces teníamos un cierto complejo de inferioridad con respecto a nuestros homólogos europeos. Ansiábamos ser tanto o más modernos que los franceses, británicos o alemanes. Esta aspiración tuvo su expresión más visible y estridente en la movida. Pero la movida de ningún modo llenaba nuestras vidas. Simplemente era una manifestación llamativa, a ratos aparatosa, que rápidamente fue asimilada como propaganda del cambio socialista, lo que distorsionó su relevancia.
«Mucho menos caímos en una catarsis estupefaciente para olvidar el pasado. Nadie olvidó nada»
Como digo, la movida no fue la esencia de nuestra generación; mucho menos caímos en una catarsis estupefaciente para olvidar el pasado. Nadie olvidó nada. El pasado siempre estaba ahí, siempre estuvo y siempre iba a estar, porque siempre habría alguien dispuesto a recordárnoslo. Al fin y al cabo, la Guerra Civil fue una tragedia que afectó a la inmensa mayoría de españoles. Prácticamente en todas las familias había algún drama que recordar, algún suceso luctuoso que ensombrecía el semblante de nuestros abuelos cuando, por primera vez, nos lo contaban.
Simplemente éramos jóvenes. Y como sucede con los jóvenes, queríamos mirar hacia adelante. Estábamos ansiosos por recuperar el tiempo perdido. Aunque el largo ciclo de expansión económica global, que también tuvo su reflejo en España, y la relajación de la dictadura difuminaban la realidad, nos habíamos criado en una España que no terminaba de encajar en el contexto occidental.
A diferencia de nuestros padres sentíamos que aún estábamos a tiempo de abordar el tren del futuro en igualdad de condiciones que los demás jóvenes europeos. Lo que dominaba nuestros pensamientos no era la aparición del último grupo pop, la inauguración de un garito que ofrecía la primera copa gratis o si en el Casi casi actuaban esa semana Los toreros muertos. Eso era simple entretenimiento exacerbado por la novedad y por la juventud. Lo que repiqueteaba en nuestras cabezas era la incertidumbre y el elevado desempleo de entonces que, como es tradición en España, se duplicaba en el caso de los jóvenes.
La crisis del petróleo primero y la desindustrialización después supusieron un cambio profundo en la forma de encarar el futuro. Las referencias de cómo nuestros padres habían construido sus vidas nos servían de poco o muy poco. Lejos quedaban las trayectorias laborales que empezaban y terminaban en una única empresa. Excepto para una minoría, los empleos había que buscarlos en empresas pequeñas, extremadamente frágiles e irregulares. Ese era el ecosistema disponible para empezar a ganarse la vida, la mayoría de las veces como meritorio, que era la figura equivalente al becario actual, pero sin reconocimiento legal y, por lo general, sin remuneración alguna.
«La ‘movida’ fue simplemente una moda producto de los tiempos, algo pasajero, consumible»
La mayoría no se drogaba, desde luego no hasta el punto de perder el sentido de forma permanente. Estar inconscientes era un lujo que no nos podíamos permitir. Sí, es cierto que existía una clase media urbanita, no demasiado sofisticada ni tampoco excesivamente amplia, cuyos hijos se sentían lo suficientemente protegidos como para dedicar gran parte de su tiempo a la movida, a las drogas y, en general, a solazarse en la recién estrenada modernidad. Pero, pese a la propaganda oficial, la movida fue simplemente una moda producto de los tiempos, algo circunstancial, pasajero, consumible. Un fenómeno que, contrariamente a lo que se ha establecido, lo disfrutó en toda su intensidad una minoría.
El personaje al que aludo con sus declaraciones se asemeja a quienes, desde el otro lado, creen que Madrid es el espejo de España o, en su defecto, que el Barrio de Salamanca es el espejo de Madrid. Se trata de ese tipo de visiones reduccionistas que tanto nos perjudican, porque la realidad de España, la de entonces y la de ahora, es bastante más diversa y compleja. Requiere una cierta amplitud de miras. Y sobre todo un poco más de honestidad.
A pesar de que algunos contemplan el pasado a través de las gafas de una nostálgica psicodelia, la generación de la Transición no se drogaba para olvidar los cadáveres enterrados en las cunetas. Fue una generación que, con más o menos drogas, se debatió entre dos sentimientos enfrentados: el pesimismo y la esperanza. El pesimismo estaba justificado por la realidad de un país con un desempleo del 21,5% en 1985 (54,5% juvenil), industrialmente desmantelado y que recurría al turismo, al ladrillo y, poco después, a las grandes obras de ingeniería civil financiadas con dinero público para crecer. Mientras que la esperanza sobrevivía por la imperiosa necesidad de salir del agujero y mirar al futuro sin la torva mirada del pasado.
Quienes califican a nuestra generación como la generación drogada, lejos de retratar esa bipolaridad, prefieren recurrir a un romanticismo impostado, con tufillo ideológico, y sobre todo a un sentimiento de culpa colectivo que, en su opinión, nos habría empujado a la drogadicción en masa, como si la guerra fratricida que libraron nuestros abuelos fuera nuestra responsabilidad y así lo hubiéramos interiorizado.
«Nuestros mayores nos aconsejaban que aprendiéramos del error y del horror para no revivir ambos»
Ocurre, sin embargo, que la culpa es individual, nunca colectiva. El sujeto es responsable de sus actos, no de los actos cometidos por otros, máxime cuando aún no ha nacido. Si nuestros abuelos habían decidido pasar página y dejar que fueran los historiadores los que ajustaran cuentas con la historia, era su decisión. Y a nosotros nos parecía bien. Como también nos parecía bien que hubieran decidido lidiar a solas con su conciencia, sin meternos a nosotros de por medio. En realidad, salvo contadas excepciones, como el abuelo de Zapatero, lo que nuestros mayores nos aconsejaban desde un lado y otro de sus trincheras, y especialmente nuestros padres, cuya infancia se vio arruinada por las penurias de la posguerra, era que aprendiéramos del error y del horror para no revivir ambos. Y eso fue lo que interiorizamos.
Puede, aunque lo dudo, que algunos de nosotros se sientan culpables porque prefirieron correrse juergas locas en vez de desenterrar cadáveres. Pero ese sentimiento de culpa es personal e intransferible. De lo que quizá sí es responsable nuestra generación es de haber buscado el bienestar a cualquier precio, hasta el punto de dejarse llevar por los cantos de sirena de una clase política a la que no le importan las facturas ni quién tendrá que pagarlas.
Si acaso, somos responsables de legar a nuestros hijos y nietos una democracia muy imperfecta que hoy hace agua por todos lados; un Estado que es una infernal fábrica de deuda y que, en consecuencia, se proyecta sobre subidas impositivas sin fin; una economía cerrada a cal y canto, cuya base, saturada de microempresas, tiembla peligrosamente con el embate de cualquier crisis; un desempleo estructural que duplica o incluso triplica el de otros países europeos, lo que revela que no hemos mejorado nada en algo tan fundamental; un diseño territorial disfuncional controlado por bandas políticas locales; un modelo educativo delirante, que ha apostado por la pedagogía más pueril mientras desprecia el conocimiento; unos partidos políticos devenidos en bandas que, atrapadas en sus propios intereses, miran al poder como un botín; y lo peor, la vuelta a la polarización sobre la que tantas veces nos previnieron nuestros padres y abuelos.
Esta es la realidad que deberíamos asumir e intentar cambiar, en vez de celebrar a figuras discutibles del pasado, abundar en el error o proyectar una imagen estupefaciente de nuestra historia. Podemos hacerlo, pero solo si miramos hacia delante, hacia el futuro, con la mirada limpia, desde la verdad, la humildad y el propósito de enmienda. Nunca desde la impostada superioridad moral, la negación del otro, el oportunismo descarnado… y la mentira.