Defenestrar
«El comunismo es un retroceso en la historia de la política, y quienes lo desean para países democráticos son los auténticos reaccionarios de nuestra sociedad»
Una sala enorme, llena de personaje solemnes, todos trajeados de forma monótona, sin gestos elocuentes que los distingan ni nada en ninguno que llame la atención. Es peligroso llamar la atención. En el centro de la primera fila, rodeado de un aura casi palpable de temor reverencial, el Jefe. A su derecha se sienta un anciano que parece nervioso: también fue temible, pero ha dejado de serlo. Toquetea una carpeta y trata de abrirla, pero su vecino de la izquierda se lo impide amablemente. A un gesto casi imperceptible del Jefe, se acerca por detrás un funcionario (¿un bedel sin uniforme, un policía de paisano, un verdugo de permiso?) y levanta al anciano sorprendido cogiéndole de un brazo y tirando de él: sin violencia pero con firmeza, atenazándole, sin escape posible.
«La visión del poder desnudo, brutal, sin remilgos ni melifluas hipocresías, resulta estremecedora cuando se ejerce y también cuando cesa de repente con idéntica brusquedad»
El viejo trata de resistirse con flojera, más moral que físicamente, balbuceando algo al funcionario que le arrastra (quizá: «pero…¿sabe usted quién soy yo? No puede ser, está usted cometiendo un error…»). El ejecutor busca confirmación en el Jefe y este asiente sin mover un músculo, como un bloque de cemento, no, como un bloque de mantequilla petrificada por haber estado demasiado en el congelador, rancia. El viejo se agita un poco, protesta aunque no tiene evidentemente práctica en un ejercicio tan peligroso, ya en pie farfulla algo desesperado al Jefe, que ni le mira. ¿Un reproche, una súplica, un recuerdo de los servicios prestados, una despedida? El Jefe no hace ni el más mínimo gesto, sigue con una vaga displicencia fija en el rostro, nada cruel, como resignado al fastidio de tener que librarse de esa excrecencia humana que bala a su oído pidiendo clemencia. El ujier, policía, verdugo, lo que sea, se lleva al vacilante anciano fuera de la inmensa sala, que equivale políticamente al universo. Y ya nunca más se supo.
La defenestración en vivo y en directo de Hu Jintao en el 20º Congreso del Partido Comunista Chino (supongo que se puede hablar de defenestración aunque no haya una ventana por medio) me recordó el final de la dictadura de Ceaucescu, pero en menos sanguinario…que sepamos: aquel saludo desde el balcón presidencial que en vez de recibir las aclamaciones de rigor tuvo que escuchar un escandaloso abucheo, impresionante aunque fuese tan poco espontáneo como las antes usuales muestras de entusiasmo. El asombro del dictador ante esa actitud hostil, y los gestos casi espasmódicos de su mano derecha, como si quisiera borrar el mal sueño de la rebelión imprevista –por él- e increíble para el autócrata. Por no hablar luego de la parodia de juicio a don Nicolás y su señora, una farsa de final trágico en la que no fueron ellos con todo los que salieron moralmente peor parados.
«El sistema comunista es un retroceso en la historia de la política, y quienes lo desean hoy para países democráticos como España son los auténticos reaccionarios de nuestro panorama social»
La visión del poder desnudo, brutal, sin remilgos ni melifluas hipocresías, el «es así sin más, porque yo lo quiero» resulta estremecedora cuando se ejerce y también cuando cesa de repente con idéntica brusquedad, como en el caso de Ceaucescu o en el de Stalin, derribado por un ataque cerebral y yaciendo en el suelo durante horas porque nadie se atrevía a acercarse a él. En otras épocas, cuando el poder apenas se velaba con tenues restricciones, este feroz espectáculo debía darse con frecuencia, hasta el punto de que los atribulados vasallos se acostumbraban a él y desconfiaban de los jefes que nos mostraban su fuerza al desnudo. El despliegue de lo que llamamos civilización en política ha sido ir paulatinamente limando las garras a los poderosos y urdiendo mediaciones que alivien nuestro choque con la incandescencia impía del poder. En los países más desarrollados democráticamente incluso quien acumula más poder tiene mayores limitaciones para ejercerlo que cualquier jefecillo de una tribu salvaje o no digamos un emperador romano. Nadie discute el dictamen de lord Acton: «el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente». Por eso hay que impedir a toda costa que se absolutice.
Hoy las escenas de poder puro, sin cortapisas civilizadas porque no hay opinión pública ante la que responder ni oposición política con posibilidad de constituir una alternativa, se ven sobre todo en las dictaduras comunistas. Y es que el sistema comunista es un retroceso en la historia de la política, y quienes lo desean hoy para países democráticos como España son los auténticos reaccionarios de nuestro panorama social.