40 años después
«Si la economía no se hunde, Sánchez ganará las elecciones de 2023, y no para ahondar en la modernización ni para consolidar la democracia representativa»
Era una mañana de 1969 y yo trabajaba aburrido en mi covachuela del Ministerio de Trabajo, analizando encuestas sobre el Seguro Obligatorio de Enfermedad. De repente entró apresurado José María Maravall, que se ocupaba de Formación Profesional en la misma institución estatal. La Universidad no daba para vivir. «Antonio, Antonio, ¡he visto un socialista!», exclamó. Nos fuimos juntos a conocer a tan extraño sujeto, que se ganaba el pan, con la remuneración más baja del ministerio, en un rincón del edificio. Hacía dossiers de prensa a tijera, sin fotocopiadora. Era un señor bajito, con bigotillo, muy amable, un poco gruñón, y se llamaba Manuel Iglesias. Su nombre no pasará a la historia salvo como abuelo socialista del más conocido Pablo Manuel Iglesias, hasta hace poco vicepresidente del Gobierno. Era abogado, pertenecía a lo que luego se llamará el PSOE histórico, fiel al legado de Julián Besteiro, y desde esa situación ayudó generosamente a mi mujer Marta a contactar para su tesis doctoral con veteranos socialistas dispersos por Europa, tales como Rodolfo Llopis y Andrés Saborit.
Era también un símbolo de la debilidad a que había quedado reducido el socialismo español, salvo en sus núcleos históricos de Vizcaya y Asturias. El PSOE fue muy golpeado por la represión franquista y también por las escisiones del 36, que de paso le dejaron entonces sin las Juventudes Socialistas, transferidas al comunismo con Santiago Carrillo a la cabeza. En principio, parecía una desgracia, pero luego resultó una suerte, al no tener la refundación del partido que afrontar la generación que había hecho la guerra. Eso sí, no faltaban en el interior militantes devotos, como Luis Gómez Llorente, procedente de la Agrupación Socialista Universitaria -en la que militó incluso Gonzalo Anes- de corte tradicional, que tendrá el mérito de fundar con otros veteranos la Izquierda Socialista sin romper al partido. Pero eran pocos. El contrapunto fue un pequeño partido de intelectuales, el PSI (socialista del interior) que en los años 70 disfrutaba de una relativa tolerancia, con su sede en la Unión Corchera, en la calle Marqués de Cubas. Se entraba sin llamar y te saludaba un retrato de Juan XXIII que al darle la vuelta se convertía en Pablo Iglesias. Sobre la mesa, los ejemplares de El Socialista del interior. Pero el prestigio y el quehacer político del viejo profesor no daban para crear un partido de masas. Su número dos, Raúl Morodo, mostró pronto lo que sería siempre: un brillante profesor y un hombre público poco fiable.
El socialismo español era una página en blanco, pero que para ser escrita contaba con el atractivo exterior de unos años dorados de la socialdemocracia y del Estado de bienestar. La era del «trabajador opulento». Y una disposición en socialdemocracias como la alemana a ayudar a sus jóvenes seguidores españoles. Esto fue útil para imponerse a los «históricos» y crear recursos aquí inexistentes. El grupo de jóvenes sevillanos, con el tándem Felipe González/Alfonso Guerra a la cabeza, supo comprenderlo y extender su influencia por España, reclutando jóvenes profesionales de cuya capacidad dará idea la composición del primer Gobierno del PSOE en 1982. Encontró también la contribución de la renaciente UGT. Y subrayará la autonomía de su política, rehuyendo toda alianza con el PCE, a quien envolvió inicialmente en pinza desde la izquierda (republicanismo, socialismo frente a democracia) y desde la derecha (anticomunismo).
«Los españoles no querían volver a 1936, aspiraban a vivir en bienestar y libertad como los europeos»
Paradójicamente, para su triunfo intervino también el Partido Comunista, que desde los felices sesenta se había ganado la etiqueta de «el Partido», signo de un monopolio en la oposición que tenía sin embargo graves fisuras. Ante todo, la fractura interna -Largo Cabellero, Prieto, Negrín- había borrado en gran parte la imagen del protagonismo político del PSOE durante la Guerra Civil. Podía así presentarse como algo nuevo, mientras el PCE se obstinaba en enlazar con el pasado del Frente Popular, glorioso para los comunistas, pero detestable para otras fuerzas de izquierda, no solo derechistas. Los españoles no querían volver a 1936, aspiraban vivir en bienestar y libertad como europeos. La composición de las candidaturas en las elecciones del 77 probó que Carrillo no lo había entendido, por mucho que hablase de eurocomunismo. Recuerdo haber opinado entonces que la Internacional debía ser sustituida como himno del PCE por el coro de las veteranas de La Corte de Faraón.
El Gobierno Suárez acabó legalizando al PCE, pero antes había dejado vía libre al PSOE, que incluso celebró un Congreso, el del Cine Infantas, en diciembre de 1976, a pesar de seguir siendo partido ilegal. Además el PCE pagó las expulsiones de Fernando Claudín y Jorge Semprún en 1965. El segundo, bajo el seudónimo de Federico Sánchez, publicó una autobiografía política donde destrozaba la imagen de partido democrático exhibida por Carrillo. Y desde El País, Javier Pradera, víctima también de las expulsiones del 65, expuso los peligros de un éxito del PCE, similar al del PCI, para la supervivencia de la democracia. El balance no ofreció dudas. En plena reconstitución, al PSOE le faltaban candidatos de cara a las elecciones de 1977 en lugares donde superó el 50% de votos, al PCE le sobraron candidatos y quedó en el 10% de votos, y eso gracias al 18% del PSUC en Cataluña.
El avance político del PSOE siempre ha estado unido a la autodestrucción de sus enemigos. Después del PCE, llegó el turno de la UCD, cuyo hundimiento se suma al de los comunistas para explicar el éxito arrollador de octubre de 1982. Los socialistas no habían protagonizado los Pactos de la Moncloa, fatales políticamente para el PCE, pero sí supieron beneficiarse de sus efectos estabilizadores, y coordinar progreso económico y modernización política, al amparo del ingreso en la Unión Europea. Se hizo realidad el lema de «socialismo es libertad» que presidiera el Congreso del Cine Infantas. Felipe González soportó el choque de la opinión popular contra su marcha atrás en la prometida salida de la OTAN y el impacto de las huelgas generales contra la deriva del Gobierno hacia un socialismo liberal. Con el complemento del primer cuatrienio del Gobierno Aznar, aseguró un avance decisivo al consolidar la democracia en España.
No todo fueron, sin embargo, virtudes. Al haber sido recién llegados a la socialdemocracia, se multiplicaron las deficiencias en temas como la corrupción, con el arribista Luis Roldán, el de las estafas al frente de la Guardia Civil, un socialista del 76, como botón de muestra. Y el PER, antecedente de los ERE. Tampoco puede olvidarse el episodio de los GAL, un terrorismo de Estado puro, duro y torpe hasta el extremo, para enfrentarse con ETA, con Felipe González en un papel aún por definir.
«Solo cabe un partido de militantes que llevan a hombros a su líder. O callas o te vas»
El socialismo de aluvión surgido en 1976 tuvo otros costes. Entre ellos, la pugna en torno al marxismo que estuvo a punto de cargarse al partido, por el impulso radical de la convergencia entre veteranos y recién llegados. Felipe González y Alfonso Guerra supieron resolverlo, volviendo al cauce de la socialdemocracia, pero el afortunado método seguido por Guerra, al imponer una férrea disciplina interna, también ha tenido su coste. Los líderes impusieron su ley, y esta circunstancia ha dado vigencia a la norma enunciada por Lech Walesa: con los peces de un acuario puede hacerse una sopa de pescado, pero no a la inversa. Los sucesores de Felipe, de Zapatero a Pedro Sánchez, han forzado el deslizamiento de su ejercicio del poder, desde una firme dirección, como la de González, hacia un mando indiscutible. Solo cabe un partido de militantes que llevan a hombros a su líder, como explicó Sánchez en el Congreso de 2021. O callas o te vas.
Claro que así nadie puede soñar con un intelectual colectivo y, bajo caudillos como Sánchez, la democracia sufre, se degrada. Aunque los socialistas no deben por ello ceder al pesimismo. Como en el resto de su historia reciente, la socialdemocracia preserva buen parte de su valor de defensa de «las clases medias y trabajadoras» (sigamos la repelente etiqueta oficial) y en nuestro caso puede contar con la impotencia del adversario conservador, como fuera en el pasado Rajoy. Por algo la artillería pesada de los medios al servicio de Moncloa se emplea en la destrucción de Núñez Feijóo, quien por otra parte no logra fijar una alternativa a la política de Sánchez -las condenas no bastan-, bien por incapacidad, bien por el impacto cotidiano de los misiles que llueven sobre su cabeza, de una y otra parte. El balance nos devuelve al pasado de hace cuarenta años: si la economía no se hunde, Pedro Sánchez ganará las elecciones de 2023, y no precisamente para ahondar en la modernización ni para consolidar la democracia representativa en España.