La (buena) cocina
La (buena) cocina propicia que realicemos plenamente nuestra naturaleza. Cuando uno come bien, está en realidad distanciándose del animal, que se contenta con comer lo que haya logrado cazar
Dice mucho de alguien si toma o no el aperitivo, pero todavía dice más dónde lo toma en caso de que lo haga. Porque, como sucede con la lectura —es peor leer mal que no leer—, tiene más delito tomar el aperitivo en un lugar cualquiera que no tomarlo en absoluto. Quizá por eso cada fin de semana aflora la misma discusión en mi grupo de amigos. Unos prefieren la Ardosa, por las bravas y la morcilla; otros el Rente, para tomar callos y oreja; y los hay también, aunque son los menos, que optan por escoger el sitio en función de dónde esté alojado. En fin, que cualquiera que asistiera a esas discusiones pensaría que estamos, como dice Javier Aznar, eligiendo nuevo papa en lugar de restaurante.
Y es un poco así. Porque si bien hay cierta connivencia, hasta compadreo entre los rentistas y los ardosistas, todos ellos profesan la más estricta antipatía a la tesis de que importa más el lugar que la comida, de que si hace sol el aperitivo ha de tomarse, qué sé yo, en el parque de Berlín, y de que se debe optar por una terraza cubierta si hace malo. De hecho, hace no tanto que yo era de estos últimos, con lo que me tocaba lidiar cada fin de semana con unos y con otros. Que si no sé comer, que si me vale cualquier cosa, que si te pedimos un menú infantil; eso repetían continuamente, los cabrones. Hasta que, en efecto, aprendí a otorgar a la comida el valor que ésta merece y me hice ardosista. Y ahora no hay quien me baje.
A mis antiguos compañeros de trinchera no les hizo mucha gracia, pero qué le voy a hacer, dije yo, si me he convertido. Fue comiéndome un trozo de morcilla, lo recuerdo bien, cuando vi una luz como la que Pablo vio camino de Damasco. De pronto comprendí que sí, que estaba muy bien eso de tostarse al sol y de no tener que levantarse para fumar, pero que mis mañanas de domingo cobran mucho más sentido junto a una ración de bravas, otra de morcilla y una copa de vermú. Aunque sea en un tugurio de Ponzano desde el que el cielo no se ve, se intuye.
Porque eso es un poco lo que hace la (buena) cocina: propicia que realicemos plenamente nuestra naturaleza. Cuando uno come bien, está en realidad sublimando esa necesidad biológica que nos impele a nutrirnos; que se está distanciando del animal que se contenta con comer lo que ha logrado cazar, vaya. Sospecho que a algo así se refería Aristóteles cuando nos conminó a vivir de acuerdo a lo más excelente que hay en nosotros: a que comamos buenas bravas, a que degustemos buena morcilla. Con una buena conversación. Y a la hora del aperitivo.