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«La gente es idiota»: el germen de la polarización

«La gente es el hombre de paja ideado por las élites para evitar que el espíritu crítico se vuelva demasiado popular y el votante acabe equivocándose»

Opinión

Erich Gordon

  • Publicista, escritor y editor. Lo habitual es afirmar que la sociedad es estúpida, aunque eso implique asumir que uno mismo es idiota. Sin embargo, ha sido la sabiduría de la multitud, mediante la prueba y el error, lo que nos ha traído sanos y salvos hasta aquí. Y también será lo que evite el apocalipsis que los nuevos arúspices presagian.

Una de las creencias más extendidas de nuestro tiempo es que «la gente es idiota». Esta es la expresión popular con la que compartimos y hacemos nuestra, aun sin quererlo o saberlo, una interesada convicción de las élites: la que reza que los individuos, deshumanizados como masa, somos peligrosos porque no sabemos lo que nos conviene. Y que, en consecuencia, debemos ser vigilados y dirigidos desde instancias superiores.

Esta expresión popular se sintetiza en la gente manteniendo su acepción peyorativa, aunque usada como apelación paternalista también sirve para la conmiseración interesada —ya sabe, querido lector, las apelaciones a la gente que sufre, que vive en «riesgo de exclusión», que es víctima del cambio climático, del heteropatriarcado, del consumismo y del capitalismo depredador—. Pero ya sea que a la gente se le atribuya a conveniencia el rol de víctima o villano, es pura entelequia, porque la gente somos todos y nadie al mismo tiempo. En la práctica, la gente es un continente vacío, una entidad fantasmagórica con la que nadie se identifica y a la que nadie quiere pertenecer.

Dejando a un lado a quienes cobran, en dinero o en especie, por radicalizarnos, para un gran número de particulares la gente siempre es el otro, el equivocado, el manipulable, el ignorante, el malvado, el sectario, el idiota. Nunca ellos. Porque ellos no están equivocados, no son manipulables, ni ignorantes, ni malvados, ni sectarios, ni mucho menos idiotas. Por eso, si no mandan los suyos, o si no reciben lo que merecen, o si el puño de la frustración les golpea es por culpa de la gente. Ellos, al contrario que el resto, pueden distinguir lo veraz del bulo, la información de la manipulación, el verdadero mesías del falso profeta. Y, sin embargo, a su alrededor todo se desmorona sin remedio… porque la gente es idiota.

«Para neutralizar a la gente es preciso limitar la autonomía individual»

Como advierto al principio, la gente es el hombre de paja ideado por las élites para evitar que el espíritu crítico, que es la esencia de la sociedad abierta, se vuelva demasiado popular y el votante acabe equivocándose. Porque, de un tiempo a esta parte, la gente tiende a votar mal, sobre todo cuando siente que su estilo de vida está seriamente amenazado (y en verdad lo está). Por eso, para neutralizar a la gente, es preciso limitar la autonomía individual, subordinarla al dictamen de los expertos que orbitan alrededor del poder y de esa Ciencia con mayúsculas que es otra entelequia más, de tal forma que la democracia, que en realidad nadie quiere, nos lleve de regreso a la sociedad estamental donde las élites no puedan ser desafiadas.

Como en un teatro de sombras chinescas, la sombra de la gente es proyectada para persuadirnos de que el crecimiento económico desemboca inexorablemente en el Apocalipsis; que la propiedad privada es un anacronismo; que podemos no tener nada y sin embargo ser felices; que el dinero está mejor en las arcas del Estado que en nuestro bolsillo; que enriquecerse es inmoral; y que, por más que el buen samaritano no fuera precisamente un indigente, es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que el que un rico entre en el Reino de los Cielos. Así que igualarse por abajo es bueno.

Pero la gente también sirve para persuadirnos de que la globalización —¡oh, horror!, ¡la gente elevada a la enésima potencia!— es la causa de todos nuestros males; que la guerra cultural solo puede librarse a cañonazos, porque para eso es una guerra; que es mejor encerrarse tras las murallas de la polis que fortalecer el espíritu de frontera. Y aquí es indiferente que la polis se entienda como el Estado que todo lo provee o como la Nación que destila esencias verdaderas, la actitud de retirada es la misma.

Hoy que la palabra tolerancia se pronuncia sin medida, con la gente ser intolerante no solo tiene bula: es un deber. El bien mayor nos exige que al otro, al equivocado, al manipulable, al ignorante, al malvado, al sectario, al idiota lo excluyamos y, si se resiste, lo aniquilemos, metafóricamente… o no.

«Cuando la creencia de que la gente es idiota se propaga, la comunidad se descompone»

La gente, bien sea como esa turba amenazante recreada por la élite para traernos de vuelta a la sociedad estamental, bien como objeto de la falsa conmiseración que busca seducir al votante ingenuo, o bien como la manera en que cada uno de nosotros degradamos a nuestros iguales cuando se empeñan en no darnos la razón, es antitética a la comunidad. De hecho, cuando la creencia de que la gente es idiota se propaga, la polarización florece y la comunidad se descompone.

Y es que la comunidad, para no descomponerse, no solo precisa un conjunto de personas que sea capaz de convivir bajo ciertas reglas o tener los mismos intereses, necesita además que los individuos que la integran acepten que existen entes distintos al ego y reconocer que el otro también tiene razones, sus razones. Puede estar equivocado, desde luego, o puede que lo esté su interlocutor. Pero, para averiguarlo, es necesario debatir, confrontar ideas y argumentos. Y eso es imposible si unos y otros se tratan de idiotas, se insultan y se cancelan mutuamente.

Sospecho que a los partidos políticos que son incapaces de abordar los problemas reales les resulta muy útil que las personas se califiquen de idiotas mutuamente, porque así pueden ocultar su incompetencia detrás de la polarización. Es más, sospecho que a las élites en general les viene estupendamente, porque se cargan de razones en su desconfianza hacia la plebe y nos convencen de que, por nuestro bien, hay que imponer más medidas de control. También me temo que quienes proponen evitar el debate ideológico, que no la trifulca, lo hacen animados por una falsa moderación, porque aspiran a heredar el poder sin pillarse los dedos. Pero de lo que no tengo la menor duda es que la creencia de que la gente es idiota es un lujo que los ciudadanos de a pie no nos podemos permitir. ¿Por qué? Es sencillo de entender: nosotros, la gente, somos el cordero al que van a sacrificar en el altar de la voluntad de poder.

19 comentarios
  1. Fredo

    Muchas veces hacemos el idiota, incluso cuando actuamos de buena fe, de todas maneras no polarizamos cuando expresamos nuestras ideas, porque son contrarias a las del que tenemos enfrente, el problema está cuando existen intereses en crear polémicas partidarias, deberíamos facilitarle una salida al que no piensa igual, pero no a cambio de renunciar a nuestro punto de vista, debemos expresarnos con claridad, aunque otros nos descalifiquen o nos insulten.

  2. Mandapelotas

    La democracia es la dictadura de los idiotas. Ciencias como la psicología social y la sociología demuestran lo manipulable que es la masa, el populacho. No hay mayor mentira en el mundo que la frase de que «el pueblo nunca se equivoca».
    Esta sociedad (como ente vacío y como conjunto de individuos con vínculos culturales, morales, económicos y geográficos) está corrompida por la indolencia, la incultura y el «postureo buenista» o corrección política.
    Aristóteles dijo: «La tolerancia y la apatía son las últimas virtudes de una sociedad moribunda». Lo que significa que la tibieza, la moderación y la indefinición a la hora de defender los piláres éticos de una civilización o de una nación, son el cáncer de las sociedades.
    A buen entendedor, pocas palabras bastan

  3. JVallve

    Creo que el enfoque es erróneo. El 75% de la gente es realmente idiota. El problema viene cuando ese 25% pierde la capacidad de luchar por influir porque un pequeño porcentaje de ese 25% ha copado completamente el poder y ha dado con la tecla para cooptar al 75% de idiotas para mantenerlo indefinidamente. Eso es lo que ha pasado: la tradicional sana competencia de ese 25% por influir ha desaparecido. Por ello la solución no pasa ni por la democracia ni por informar mejor al 75% de idiotas. La información per sé, no produce conocimiento a los idiotas. La única posibilidad pasa porque las circunstancias obliguen a que el 25% vuelva a competir por influir. Eso sólo sucederá cuando la situación se vuelva realmente crítica. Es decir: mal lo vamos a pasar.

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