THE OBJECTIVE
Rebeca Argudo

Los unos y los otros

«Es curioso que estén tan enfrentados siendo tan iguales: ambos extremos coinciden en defender la libertad de expresión para ellos y no para el contrario»

Opinión
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Los unos y los otros

Partidarios y detractores de Macarena Olona se enfrentan en la Universidad de Granada. | Europa Press

A unos les parece fatal que se cante «vamos a volver al 36», se echan las manos a la cabeza, montan la de las Navas de Tolosa y alertan del peligro de permitir que estas cosas se puedan decir en voz alta. A los otros les pasa exactamente lo mismo si escuchan cantar «llegaremos a la nuez de tu cuello, cabrón, encontrándonos en el palacio del Borbón, kalashnikov». Los unos se escandalizan con el chiste sobre una niña con síndrome de down inexistente, y defienden que se condene a quien lo hace. Los otros, con uno gráfico sobre Ortega Lara, señalando al editor de la revista que lo publicó. Los unos rechazan todo debate sobre la ley trans; los otros, sobre la gestación subrogada. Los unos pretenden la cancelación de Woody Allen, Plácido Domingo o Roman Polanski. Los otros, de Samantha Hudson, El Drogas o Zahara. Unos perpetran escraches en la Universidad a Macarena Olona y los otros a Pablo Iglesias. Unos no permiten decir ni media sobre las mujeres, siempre víctimas; los otros sobre los menas

Es curioso que estén tan enfrentados siendo tan iguales: ambos extremos coinciden en defender la libertad de expresión para ellos mismos y no hacerlo para el contrario, en una pretensión insolente de imponer su juicio moral subjetivo como medida universal de legitimidad. A ambos lados, unos y otros, replican las mismas actitudes en nombre de diferentes causas y banderas. Con la misma vehemencia defienden que se pueda denostar al contrario, pero solo si lo hacen los suyos con el de enfrente. Libertad de expresión, sí, siempre, pero solo en una dirección. Reclaman para sus proclamas el principio de caridad interpretativa mientras ellos aplicarán siempre al argumento del que difiere el más severo de los juicios. Y en medio, aturdido como el niño chico al que nadie elige en el patio para ir con ninguno de los equipos, acusado de tibio y de equidistante, el que defiende las libertades para todos y no solo para los adeptos.

«La lealtad mal entendida a la causa produce monstruos»

Lo explica mejor que nadie, con la concisión y claridad del sabio, mi querido y admirado Francisco Contreras, El Niño de Elche: todo lo militante es limitante. Y lo clava, el bandido. La lealtad mal entendida a la causa, ese activismo persistente y cerril del convencido, del que cree estar en posesión de la verdad absoluta sin atisbo de duda, que no admite enmienda ni matiz, produce monstruos. Unos que en nombre de las más justas de las causas y, siempre, por nuestro propio bien, reclama que hay una censura mala y una buena y que esta última, casualmente, coincide con sus ideas. Lo llaman tolerancia y no lo es.

Y hablaba justo estos días con el gran Miguel Ángel Quintana Paz de todos los motivos que se nos ocurrían para defender la libertad de opinión: por motivos operativos (es, de todas las libertades, la única que nos permitiría defenderlas todas gracias a ella), por motivos egoístas (defender ese derecho siempre para todos es defenderla para nosotros mismos en todo momento), por motivos ideológicos (blindar la libertad de opinión para el disidente cuando quien lidera coincide con nuestras ideas es defender que, si en algún momento es el contrario quien está en el poder, podremos seguir expresando nuestras ideas o, al menos, reclamando nuestro derecho a hacerlo por no haber legitimado que evitarlo es correcto), por motivos prácticos (si nuestras ideas son buenas y las peores pueden ser expresadas en voz alta, podremos demostrar con buenos argumentos por qué se equivocan e, incluso, sofisticar nuestra exposición y depurarla), por motivos de humildad (puesto que nadie es infalible en todo momento, nada nos asegura que, por muy seguros de estar en lo cierto que estemos, siempre existe la posibilidad de fallo). No he encontrado ninguno que justifique evitar que nadie pueda expresar sus ideas, por muy despreciables que estas sean.

Así las cosas, me pregunto si la tan llevada y traída polarización no será una falsa percepción, demasiado ruido a uno y otro lado. Unos pocos muy exaltados a uno y otro lado, tan iguales en esa distancia, y muchos menos ruidosos mirando, como el niño chico aquel, a uno y otro lado sin entender a qué viene el griterío con lo interesante que sería debatir. 

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