THE OBJECTIVE
Rebeca Argudo

Con el chaval que grita «puta»

«Lo preocupante es la actitud de nuestros políticos, más dispuestos a mediar en un asunto de patio de colegio que a resolver los problemas de la ciudadanía»

Opinión
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Con el chaval que grita «puta»

Una imagen del Colegio Mayor Santa Mónica de Madrid. | Europa Press

Salió la ministra, y salió el portavoz. Y salió el presidente. Y el líder de la oposición. La Conferencia de Rectores de Universidades, la Fiscalía y hasta el último vocal de cada formación. El defensor del Pueblo, Ábalos, y Lastra, Almeida y Fanjul. Más Madrid al completo en doliente manifestación. Un señor de Parla, la embajadora de Alemania, la nuera de un constructor. Y nietos de toreros disfrazados de ciclistas. Ediles socialistas, putones verbeneros. Peluqueros de esos que se llaman estilistas. Musculosos, posturitas, cronistas carroñeros, divorciadas calentonas con pelo a lo Madonna. Estaban todos menos tú. Todos a lo importante. ¿La lucha por los derechos de las mujeres en Irán? ¿La guerra en Ucrania? ¿El recrudecimiento de la crisis económica que afecta a los hogares españoles? ¿La deuda pública? No. Peor: unos chavales alojados en un Colegio Mayor han proferido gritos de mal gusto a las muchachas del Colegio Mayor situado enfrente, que les han contestado en los mismos términos. Caos y desolación.

La cosa, seamos serios, no debería haber pasado del chat de padres de los colegiales echándole la culpa al hijo de otro (que el suyo no es así), pidiendo que el centro tome medidas (que para eso les pagamos) y pactando sanciones familiares (bronca con índice enhiesto, findes sin salir, pagas requisada). Pero no elevar la anécdota, lúdica y puntual, a categoría de rasgo inmutable y criminal. Que es lo que, irresponsablemente, se ha hecho. Aquí lo que falla en el análisis, a bulto y con golpe hiperbólico en el pecho, es el contexto y el código. Ambos son importantes. Ese «putas» y ese «ninfómanas» iba dirigido, en un ambiente jovial y festivo, a un interlocutor que lo recibía en clave de humor y celebración y lo decodificaba dentro de ese animus iocandi. Y obviar eso, dejar de contemplarlo, es errar en el diagnóstico. Y aquí, ahora, más que la actitud de los chicos, que es asunto suyo, de sus padres y del colegio, lo que llama la atención y es preocupantemente sintomático, es la de nuestros representantes públicos, más dispuestos a mediar en un asunto de patio de colegio que a resolver los problemas de la ciudadanía que sí son de su incumbencia y responsabilidad. 

«El día anterior en la Universidad de Barcelona eran acosados y amenazados los estudiantes castellanohablantes de S’ha Acabat»

¿Pero cómo resistirse? La cosa era golosa, no nos engañemos, para la ultraizquierda identitaria: niños blancos, heteros y con pasta siendo groseros. Más difícil es el encaje de que la izquierda moderada, el centro izquierda, el centro, centro derecha, la derecha y la ultraderecha hayan comprado el marco argumental, párvulo y simplista, por el cual es mucho más grave, en la escala de indignación pública, la gamberrada privada de unos críos que la coacción y la amenaza de otros. Porque se da la casualidad, la vida es caprichosa, que el día anterior en la Universidad de Barcelona eran acosados y amenazados los estudiantes castellanohablantes de S’ha Acabat, que habían montado su carpa informativa en la feria de entidades de la UAB. Unos cuarenta energúmenos, encapuchados unos y otros a cuerpo gentil y cara descubierta, les lanzaron huevos y otros objetos, les insultaron y amenazaron, destrozaron sus folletos. Pero los rectores de las Universidades españolas estaban a otra cosa, porque eso, que sí ocurría dentro de la institución a la que representan y de la que son responsables, parece que no era lo suficientemente grave. Total, la lengua de todos despreciada y la libertad de pensamiento y expresión vapuleada precisamente allí donde se supone que se preserva y se fomenta el avance del conocimiento. Tampoco lo era para el ministro de Universidades, que sí salió rápidamente a manifestar su repulsa por el grito machista de aquellos en una juerga particular. 

Lo malo de todo este aspaviento brutalista e hiperbólico, capaz de unir en la tontería a todo el arco ideológico, es que estamos a dos gritos zafios desde un balcón de que legitimemos entre todos, por acción o por omisión, la conveniencia de supervisar la moral de la ciudadanía, de certificar la probidad de pensamiento de todo fulano. De que de nuevo haya cosas que no se dicen y otras que no se tocan. De que, tras un periodo de calma, cambiemos la moralidad impuesta por Franco por una impuesta por Irene Montero. De la ley de vagos y maleantes a la de pijos e indignantes. Y yo, por egoísmo nomás, no puedo más que estar de parte de un chaval gritando puta desde la ventana. Porque prefiero un mundo donde alguien pueda ofenderme en un momento dado con sus palabras, molestarme con su discrepancia, y yo pueda contestarle en los términos que considere oportunos, que uno en el que unos cuantos iluminados decidan por todos nosotros que existe una censura buena, la suya, y es por nuestro propio bien. Porque en ese grito burdo nos van a todos nuestras libertades. 

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