THE OBJECTIVE
Pablo de Lora

Argentina 1985, ¿España 1977?

«La falta de pararlelismo entre el caso español y los juicios habidos en otros países resulta evidente para quien se adentre limpiamente en la historia de España»

Opinión
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Argentina 1985, ¿España 1977?

El dictador Francisco Franco. | Europa Press

«¿Por qué aquí no se hizo lo mismo?». Me lo preguntaba mi mujer cuando se encendían las luces de la sala donde se acababa de proyectar Argentina 1985, la muy conmovedora película en la que Ricardo Darín representa, con su magisterio acostumbrado, la labor del fiscal Julio César Strassera en el juicio a la Junta Militar durante la presidencia de Raúl Alfonsín.

Que durante los años que siguieron a la muerte de Franco se prescindiera de un enjuiciamiento semejante fue precisamente lo que contribuyó en gran medida a que la transición a la democracia fuera exitosa, pero también ha servido como dinamita con la que impugnar el llamado régimen del 78 y de paso socavar los fundamentos de la Constitución misma, vista como el espurio resultado de un «pacto de élites» con la que se aseguraría la continuidad de lo institucionalmente sustantivo y el «echar al olvido», como acostumbraba a decir Santos Juliá, la causa de las víctimas y represaliados del franquismo.

Independientemente de la plausibilidad de ese juicio retrospectivo sobre la transición, y más allá de los usos estratégicamente políticos o electorales de la nostalgia de la ruptura que supuestamente no fue porque el franquismo se fue de rositas, vale la pena coger ese toro por los cuernos especialmente ahora que la Ley de Memora Democrática está a punto de formar parte del Derecho vigente en España.

La falta de paralelismo entre el caso español y las situaciones que dieron lugar a las comisiones de la verdad o juicios a los responsables de crímenes contra la humanidad o genocidio en Argentina, Chile, Sudáfrica, o la Alemania nazi ha sido suficientemente destacada y resulta evidente para cualquiera que quiera adentrarse limpiamente en la historia de España desde que se produce el levantamiento militar del 18 de julio hasta la muerte de Franco.

«El régimen de Franco no discurrió en la clandestinidad, como ha destacado Álvarez Junco»

Sí conviene en cambio insistir en un hecho frecuentemente pasado por alto, en buena medida porque obliga a una actitud de reconocimiento que justificadamente nos sonroja, incluso a quienes no tuvimos entonces capacidad suficiente de juicio: la represión franquista a la oposición, la criminalización de la opinión o creencias, las sentencias y ejecuciones de presos, la práctica descontrolada de la tortura, fueron ilegítimas, injustas, ominosas, pero en buena medida estuvieron amparadas por un sistema normativo que tuvo legitimación, que logró imperar. A diferencia de la operativa en Argentina durante los años 1976-1983 el régimen de Franco no discurrió en la clandestinidad, tal y como recientemente ha destacado el historiador José Alvárez Junco en ¿Qué hacer con un pasado sucio? Las más de 70 personas que en España fueron ejecutadas entre 1952 y 1975 lo hicieron con la misma luz y taquígrafos – juicios, apelaciones, condenas firmes y denegación de indulto por el Consejo de Ministros- con la que se han ejecutado a más de 6000 personas en Estados Unidos desde 1930. Insisto en que por supuesto que hubo ilegalidades, vicios de nulidad, afrentas a derechos humanos básicos que hoy no prescribirían, pero en el momento en el que pudieron ser tenidas en cuenta todas esas iniquidades, sí lo hacían, y no saltarnos esa regla, ni la de la irretroactividad de las normas penales o sancionatorias es precisamente lo que nos honra y dignifica, precisamente lo que no hizo el régimen ya victorioso que atribuyó retroactivamente la condición de rebeldía a quienes defendían la república. Si se me permite la licencia franquista: lo que a nosotros honra como demócratas y defensores del imperio de la ley, al franquismo ha de envilecer.

La mejor prueba de la existencia de esa juridificación del régimen lo proporciona la propia Ley de Memoria Democrática que fue aprobada definitivamente en el Senado el pasado día 10 y que está a punto de ser publicada en el BOE. Con la santimonia legislativa a la que algunos no terminamos de acostumbrarnos, la ley declara el carácter «ilegal y radicalmente nulo de todas las condenas y sanciones producidas por razones políticas, ideológicas, de conciencia o creencia religiosa durante la Guerra, así como las sufridas por las mismas causas durante la dictadura independientemente de la calificación jurídica utilizada para establecer dichas condenas y sanciones». Y ello como «expresión del derecho de la ciudadanía a la reparación moral y a la recuperación de su memoria personal, familiar y colectiva» (¿?), entendiéndose también que entre dichas razones «políticas, ideológicas o de creencia religiosa» se incluye la pertenencia a «grupos de resistencia guerrillera» y «reconociéndose» la persecución contra las lenguas catalana, vasca, aragonesa, occitana y asturiana que se perpetró por el régimen (art. 4, las cursivas son mías). Se reitera la «…ilegalidad e ilegitimidad de los tribunales, jurados y cualesquiera otros órganos penales o administrativos que, a partir del Golpe de Estado de 1936, se hubieran constituido para imponer por motivos políticos, ideológicos, de conciencia o creencia religiosa, condenas o sanciones de carácter personal, así como la ilegitimidad y nulidad de sus resoluciones, en particular las condenas y sanciones del Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo, el Tribunal de Orden Público, así como los Tribunales de Responsabilidades Políticas y Consejos de Guerra». Pero también se declaran ilegítimas y nulas las «… condenas y sanciones dictadas por motivos políticos, ideológicos o de creencia por cualesquiera tribunales u órganos penales o administrativos durante la Dictadura contra quienes defendieron la legalidad institucional anterior, pretendieron el restablecimiento de un régimen democrático en España» o intentaron vivir conforme a opciones amparadas por derechos y libertades hoy reconocidos por la Constitución, independientemente de la calificación jurídica utilizada para establecer dichas condenas y sanciones (artículo 5, las cursivas son mías). ¿Son víctimas del franquismo las personas que no pudieron casarse siendo del mismo sexo, por ejemplo?

Una declaración tan contundente y comprehensiva se traduce, sin embargo, en la mera atribución de un derecho a «obtener una declaración de reconocimiento y reparación personal», que es compatible con otras reparaciones previstas en el ordenamiento jurídico, «… sin que pueda producir efectos para el reconocimiento de responsabilidad patrimonial del Estado, de cualquier administración pública o de particulares, ni dar lugar a efecto, reparación o indemnización de índole económica o profesional» (artículo 5).

«Carrillo cancelaba en 1974 que tuviera que rendir cuentas por su actuación en la Junta de Defensa de Madrid»

La ley establece que los descendientes tienen derecho a obtener la dicha declaración caso de que la víctima hubiera fallecido. Si consideramos los excesos y horrores de la guerra, es lo más probable. Si pensamos en Ricardo Rambal Madueño, que sobrevivió milagrosamente al fusilamiento en Paracuellos cuando contaba 15 años, hoy tendría 101 (murió en 1987) así que serán sus descendientes quienes podrán instar a que les sea expedida una «Declaración de Reparación y Reconocimiento personal». Y me imagino que lo mismo ocurrirá con los descendientes del maquis Pedro Adrover Font, ejecutado en 1952 o los de Francisco Esteban Carranque y José Olmedo González condenados a muerte y fusilados por haber asesinado a Gabriel León Trilla en 1945. Lo hicieron por orden del PCE.

En una larga conversación publicada por Regis Debray y Max Gallo en 1974 (Demain l’Espagne) Santiago Carrillo cancelaba la posibilidad de que en un futuro tuviera que rendir cuentas por su actuación como consejero de Orden Público en la Junta de Defensa de Madrid pues de la misma manera tendrían que hacerlo todos y cada uno de los jerarcas de un régimen que logró pervivir durante un período de tiempo que sextuplica el de la dictadura argentina y que fue el resultado de una guerra civil que provocó cientos de miles de muertos.

Imaginen la escena: Santiago Carrillo y Joaquín Ruiz Giménez (nuestro primer Defensor del Pueblo de la democracia nombrado por Felipe González) departiendo animosa y amistosamente antes de entrar a la sala de juicios donde tendrán que deponer ante un fiscal Strassera que les preguntara, a uno por su participación como ministro de un gobierno que no distaría de una agustina banda de ladrones, y al otro sobre su complicidad en la ejecución de miles de madrileños que habían sido juzgados y condenados por parecer católicos o haber votado a la CEDA. Y con condenas de por medio como en Argentina, claro.

Hicieron bien en evitarlo.

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