THE OBJECTIVE
Cristina Casabón

El picadillo joseantoniano

«El Gobierno preparaba una exhumación electoral para autoconsumo ideológico de alguien cuyo ideario ha quedado anacrónico. Pero la familia ha parado el circo»

Opinión
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El picadillo joseantoniano

José Antonio Primo de Rivera. | Europa Press

Muchos estaban medio olvidados, pero ahora han vuelto a sacar los gusanos de los grandes muertos de la Historia de España. Cegados por su cultísima ignorancia de lo que ocurre en la calle, de los problemas del ciudadano español, el Sánchezgabinete preparaba una exhumación doble para el autoconsumo ideológico y de cara a las elecciones. El picadillo joseantoniano era el plato especial de la casa que iban a ofrecer a sus votantes.

Quizás sea la sangre española o el instinto de raza el que, instintivamente, lleva a nuestros socialistas autóctonos a disfrutar con estas cosas. José Antonio era un niño bien fino y revestido de una causa personal, familiar: reivindicar la figura de su padre y otra mesiánica, la unidad de destino de España. La familia ha difundido esta semana parte de su testamento, y en particular estas palabras, que imaginamos con voz de plegaria o con el romanticismo de la voz de José Antonio, esa voz beatífica ensayada, que si le pudiéramos poner un órgano de iglesia de fondo, sería celestial: «Ojalá fuera la mía la última sangre española que se vertiera en discordias civiles». Son las mismas palabras que recitaba Abascal el otro día en un macroevento con disfraces. Quitando el polvo de la estantería de los discursos de antaño ha vuelto a lucir su mensaje y ese look repeinado de curilla camuflado que tenía José Antonio. Su voz acariciadora alcanzó tantos éxitos de ventas discursográficas que ya quisieran Julio Iglesias o la propia Marta Sánchez.

«La exhumación quería honrar un mundo gris y rencoroso, que nos lleva de nuevo al guerracivilismo»

Los buenos oradores pueden hacer pensar a los autómatas y sacarnos del atroz ostracismo, y también tienen el poder de avivar pasiones dormidas en los ciudadanos. Este era tan fino que decía cosas como que la Falange practicaba la dialéctica de los puños y de las pistolas. Las palabras de José Antonio han resonado estos días, como un discurso romántico que logra seducir de nuevo a los desenamorados de la causa criminal. Ese discurso de casta divina o diva, como de plegaria para que el españolito deje las guerras municipales. Todo esto aplaca la enorme carga de rencor y desilusión que arrastra nuestra izquierda nostálgica. Por un lado vemos a los líricos del historicismo, por el otro están los polemistas de la venganza, todos muy nostálgicos, pero unos de la negrura y otros de la unidad de destino. La exhumación bien fijada en el calendario electoral, a la hora gloriosa de las elecciones, quería honrar a un mundo gris y rencoroso de pedagogos y funcionarios, de tertulianos, ministros y asesores mal vestidos que nos lleva de nuevo al guerracivilismo.

En el imaginario socialista había una ilusión, un vago sueño de Sánchez y Bolaños. Ya esperaban ver a los españoles tirándose de los pelos por un alguien a quien nadie ha leído y cuyo ideario ha quedado anacrónico. Y de repente, han salido los propios familiares a parar este circo. Un respiro, o sea. Estos socialistas han llegado tarde y mal a la historia. No sospecharon que tendrían que competir con el mejor orador de la derecha española. Ese deseo de José Antonio, ese «ojalá fuera la mía la última sangre española…» se ha escuchado bien, y ha conseguido atraer, si no la reflexión meditativa, la más pacífica de las nubes astrales. José Antonio fue un gran orador, y aunque estemos con el sopor más profundo, sus palabras podrían batir un nuevo récord de ventas. Los españoles nos nutrimos de grandes nombres, los subimos a las alturas y los bajamos a los infiernos. José Antonio siempre se quedó a vivir en las alturas. Su exhumación será privada, como pide la familia, «sin que pueda convertirse en una exhibición pública propensa a confrontaciones de ninguna clase entre españoles».

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