Tiempos difíciles y peligrosos para la Universidad
«La cultura de la censura, de la cancelación y del adoctrinamiento es del todo incompatible con la vida universitaria»
Este fin de semana se ha celebrado en Stanford una controvertida e importante conferencia sobre «libertad académica» a la que, en parte, he asistido on-line. Digo controvertida porque cincuenta docentes han tratado de impedirla. Y digo importante porque, finalmente, catedráticos de centros de referencia (esencialmente las universidades de Stanford, Chicago y Harvard), de todo tipo y color, se han congregado para reivindicar el valor de la libertad y de la verdad en la academia y para poner pie en pared a las amenazas a «la libertad de cátedra y de expresión y a la investigación abierta» que la tiranía woke impone en la última década.
Lo woke (término generalizado por el movimiento Black lives matters y extendido por el Me Too) nació para definir la «alerta ante la injusticia en la sociedad». Hoy, refiere el batiburrillo de todo lo «políticamente correcto» (antirracismo, anticolonialismo, neolengua, teoría queer…). En el terreno patrio, como he escrito alguna vez, en ciertos contextos nuestra particular filosofía woke sería el «nacionalismo llorón»: ese que nos empuja a quienes vivimos en territorios con cultura y lengua propias a sentirnos irremediablemente oprimidos.
El problema de lo woke es que la reivindicación de «ciertos» derechos civiles se hace mediante el pisoteo de otros y, sobre todo, con un temerario desprecio a la verdad y un objetivo no de mejorar la democracia, sino de deconstruirla y aniquilarla.
Porque, también lo he dicho, el movimiento woke nada tiene que ver con la protección del débil o con la libertad. Tiene que ver con una movida que comenzó hace treinta años precisamente en las élites universitarias estadounidenses para hacer una aplicación práctica de la teoría postmoderna. Hoy el ejército de militantes adoctrinado por estas instituciones, mediante el arma potentísima de la educación, se ha extendido y empapa ya la sociedad como una dogmática religión. Y, no seamos ingenuos, hay también grandes intereses económicos de por medio.
Pues bien, precisamente para combatir la dictadura de la censura y de lo políticamente correcto, élites universitarias han contratacado desde Standford, lanzando el manifiesto Restoring Academic Freedom.
Algunos europeos hemos firmado el texto que, además de reivindicar el valor de la libertad de cátedra y de expresión, exige la neutralidad institucional, y la calidad académica como único principio de contratación. Impecable. Se han conseguido casi mil adhesiones en 48 horas.
La cuestión no es baladí. De manera visible, cada vez hay más profesores «cancelados, despedidos o sometidos a procedimientos disciplinarios en respuesta a la divulgación de sus ideas o de sus compromisos públicos». Pero lo verdaderamente grave es que «de forma menos visible, organismos de financiación, burocracias universitarias, procedimientos de contratación, comités de promoción, organizaciones profesionales o revistas académicas censuran algunos tipos de investigación o exigen la adhesión a causas políticas».
Así, hay mecanismos explícitos y sutiles que cada vez han politizado más las universidades convirtiéndolas en «monocultivos ideológicos» que excluyen a los profesionales, ideas o trabajos que desafían la ortodoxia. «Los investigadores jóvenes tienen miedo de hablar y escribir y no trabajan ideas prometedoras que temen que pongan en peligro sus carreras».
Poca broma: la renuncia a la defensa de la libertad académica es de facto un atentando contra el progreso que hay que investigar.
A diferencia del mundo anglosajón, en España pocos estudios analizan estas cuestiones. Desde nuestro grupo de investigación, y buscando alianzas con otras universidades, nos hemos lanzado a trabajar sobre el tema. Esperamos no ser canceladas.
Y es que, lamentablemente, el fenómeno de la imposición académica no es exclusivo de Estados Unidos. Europeos (y españoles) hemos importado perversas dinámicas de espirales del silencio.
«En nuestras universidades, se producen atentados contra la libertad académica cada vez que se permite que ‘una parte hable en nombre todos’»
Porque, en nuestras universidades, se producen atentados contra la libertad académica cada vez que se permite que «una parte hable en nombre todos» o cada vez que se matizan libertades y derechos diciendo que son posibles sólo «si el discurso no ofende o desafía narrativas legitimadas».
Dos ejemplos patrios y cercanos para ilustrar.
– El primero, el del comunicado a favor del independentismo de la Universidad de Barcelona. Hace dos años la Justicia condenó a esta institución por adherirse a un manifiesto en apoyo al separatismo cuando, en nombre de toda la comunidad universitaria, los claustrales emitieron un documento a favor de tesis secesionistas, pisoteando los derechos individuales. Un grupo de profesores que no se sentía identificado denunció y ganó. La justicia condenó a la institución.
Y no lo hizo por la connotación política, sino porque la libertad de expresión es un derecho individual no colectivo. Sus sujetos somos los profesores, los alumnos y el personal de administración y servicios, no las universidades. Cada uno de nosotros, con nombres y apellidos, podemos (o no) adherirnos a manifiestos. Faltaría más.
Lo que no es permisible es que las instituciones (o partes de ellas) actúen como sinécdoque y hablen, sin nuestro permiso y nuestra identificación, en nombre de todos. Hoy no es infrecuente que institutos o departamentos emitan comunicados ideológicos. Poco nos escandalizamos: es una aberración.
-El segundo ejemplo de atentado a la libertad académica en España es la cancelación de la profesora Juana Gallego en la Universidad Autónoma de Barcelona, por no suscribir algunos supuestos de la ley trans. Cuando en marzo de este año esta profesora expresó su opinión crítica, sus alumnas del Máster de Género y Comunicación de la Universidad Autónoma boicotearon en bloque y desde el primer día las clases del módulo que impartía. Lo hicieron alegando que Gallego había defendido públicamente «ideas inadmisibles» con relación al género y a la transexualidad. Pero lo verdaderamente grave es la Coordinación del Máster comprase el argumentario como normal.
Es preocupante que cada vez en más universidades se defienda el «debate abierto» de iure pero no de facto, cuando se permite -y se apoya- un sistema que castiga a quien emite opiniones que no se alinean con el mainstream.
Sucede con la ley trans, sucede con el constitucionalismo de S’ha acabat y sucederá con más cuestiones, aunque no lo conozcamos. Todos y cada uno de estos casos son deleznables.
La cultura de la censura, de la cancelación y del adoctrinamiento es del todo incompatible con la vida universitaria. En una universidad se tiene que poder hablar y se tiene que poder discrepar. La libertad de palabra y la libertad académica es algo por lo que los universitarios, pensemos lo que pensemos, deberíamos militar, sin olvidar que ambas implican siempre respeto y responsabilidad. Porque no se trata de promulgar falacias ni ocurrencias: se trata de difundir opiniones e investigaciones razonadas para, entre todos, podamos encontrar la verdad y hacer avanzar el conocimiento.
Como apuntan los anglosajones, «las universidades deberían mantener una independencia de modas, pasiones y presiones políticas». Y, como apuntan Universitaris per la Convivència «las universidades tienen que ser espacios de libertad y seguridad, donde puedan contraponerse y expresarse ideas, por los profesores, alumnos y personal de administración y servicios, nunca por las propias instituciones».
Finalmente, yo misma apunté hace un tiempo que «aquella universidad en la que no se garantice la neutralidad ideológica, la libertad de cátedra y la autonomía universitaria, no es una Universidad. Es otra cosa. Es un engaño. Y el gobierno no puede avalar, con la expedición de títulos, que las universidades, sean fraudes y no Universidades».
Vienen tiempos peligrosos… y esperanzadores para la Universidad. Que el ministro Subirats, ahora que se está tramitando la nueva ley, tome nota.