Las memorias
«La derecha se va a encontrar con que la izquierda no sólo le escribe la memoria del franquismo y de la Transición, sino también la historia de nuestra juventud»
De chavales, recién salidos de los 90 y con la nostalgia ochentera ya despuntando en todos los órdenes, teníamos una broma recurrente: a ver si llega pronto la nostalgia de los 90 para poder hacer una fiesta como las que hacíamos el año pasado. Pero las bromas a cuenta del paso del tiempo siempre salen mal, porque el tiempo tiene siempre la última palabra. El tiempo, «ese juez insobornable que da y quita razones», como dijo uno de los protagonistas de la época. Vino la nostalgia, vino la industria de la nostalgia, y ya estamos de hoz y coz en una revisión sociopolítica de los 90 que se está fijando con mucha atención en la cultura popular. Si hace dos o tres de años fue la serie sobre Jesús Gil, ni muy crítica ni muy lo contrario, ahora la factoría de Jordi Évole nos ofrece un producto marca de la casa sobre esos «hombres extraordinarios» -y alguna mujer- que protagonizaron nuestro fútbol a partir de la llegada de las sociedades anónimas deportivas, SAD.
Lo primero es lo evidente: el producto es de consumo fácil porque tiene la buena factura habitual y porque el tema, al margen de su interés intrínseco, apela a esa nostalgia de los que hoy rondamos o mediamos la cuarentena. A ver por qué se creen ustedes que la justamente celebrada serie sobre Michael Jordan cerraba con los acordes de Present tense de Pearl Jam tras el obligado machaque hiphopero durante 10 episodios. Tiene además, lo de Évole, el valor de ocuparse de esos ángulos que a menudo se pierden entre la gran historia y los aniversarios, los hechos y los personajes que nos tuvieron entretenidos tantos fines de semana y tantos lunes de monotonía mientras las cosas del mundo y nuestra propias vidas iban sucediendo. Con todo, el producto rasca más de la cuenta al entrar por la garganta.
«La factura técnica no es capaz de enmascarar un fórmula ideológica ya vista cien veces»
Rasca porque la factura técnica no es capaz de enmascarar una fórmula ideológica ya vista cien veces, ni el mundo de referencias -autorreferencias más bien- en el que se produce este falso documental; no más falso que cualquier otra cosa que haya hecho Évole, pero falso vocacionalmente al cabo. A los cinco minutos del primer capítulo ya han desfilado por la pantalla suficientes rostros de la troupe terratiana habitual para no plantearse el zapeo. Y luego la cosa no mejora. Además, la mayoría de los testimonios -excluidos, se entiende, los de los propios presidentes y algún periodista de la época- aportan poco o nada, y se diría que están allí tan sólo para que el espectador habitual del mondo Évole se sienta como en casa; un poco como nos sentíamos en los 90 cuando aparecía en escena o antena la troupe de Prisa.
Ni los autores del producto pueden creer que las intervenciones de Arturo Valls aporten otra cosa que esa sensación de colegueo. Pero peor aún resulta ver al amiguete de los Bukaneros explicándonos la violencia en el fútbol. Al final queda la sensación de siempre, de ser pastoreado sin mucho disimulo; como en ese pasaje redentor de Gaspart en el que le vemos llegar con un saco de botas para los chavales, obvios inmigrantes, del equipo de fútbol sala al que entrena «en sus ratos libres». O cuando Pablo Alfaro aparece en escena con una camiseta del Open Arms, que no son los que abría él al paso de los delanteros rivales.
«Hay una construcción parcial de la memoria que, en tiempos de desnacionalización, sustituye a la memoria nacional común»
Hemos llegado hasta aquí y esto no pretendía ser una crítica de La Liga de los hombres extraordinarios, ni siquiera del género nostálgico noventero, sino otra cosa. La serie es un producto de entretenimiento preñado, como todo lo que sale de ese entorno, de una visión del país que no es ni siquiera ideológica, sino incluso previa a la ideología. Una «educación sentimental», si se permite la pedantería, y la celebración de una memoria compartida -compartida exactamente por quienes la comparten-. En estos días también salen al público contenidos sobre el aniversario del accidente del Prestige o de la victoria socialista del 82. Son productos que hacen de la memoria, combate; e intuyo que en ocasiones ni siquiera de manera deliberada, sino por un hábito ya asentado en la izquierda, que ha entendido mucho mejor en los últimos veintitantos años de qué va esto, y por la existencia de una industria que genera este tipo de contenidos sin tener que preguntarse cada vez cuál es el guión y cuáles son las premisas morales. Podemos hacer chistes sobre las infaltables caras serias de Luis Tosar, sobre las dobles varas -¿alguien se acuerda de Aznalcóllar?- o sobre las versiones chuscas de los carteles de José Ramón; pero la realidad es que hay una construcción parcial de la memoria que, en tiempos de desnacionalización en todos los países de Occidente, sustituye a la memoria nacional común.
De eso va al cabo la conversión de la democracia española en un régimen memorialista. Que tiene sus mayúsculas y su mármol, pero también su letra pequeña. La derecha se va a encontrar con que la izquierda no sólo le escribe la memoria de los años 30, del franquismo y de la Transición, sino que nos está escribiendo la historia de nuestra propia juventud. Y por mucho que uno se queje, hay que entender que los que lo están ‘haciendo bien’ son ellos.