Aquí se viene a servir
«El problema surge cuando el político entiende el poder como un fin en sí mismo y, en consecuencia, su ambición se vuelve incompatible con el interés general»
La convicción cada vez más extendida de que a los políticos no les mueve la vocación de servir a los demás sino servirse a sí mismos representa, en mi opinión, el mayor desafío al que se enfrenta la democracia. Primero, porque muchos ciudadanos tienden a desvincularse de la actividad política y a convertirse en ‘idiotas’, que en su raíz griega se refiere a alguien que solo se preocupa de lo privado, de lo suyo, y que ignora o desprecia todo lo público. Lo cual es muy poco recomendable, porque, nos guste o no y sea más o menos razonable, la política siempre acaba determinando las expectativas particulares. En consecuencia, si nos desentendemos de los asuntos públicos para atender solo los privados, lo que sucederá es que los asuntos privados también acabarán escapando a nuestro control.
En segundo lugar, cuando asumimos como irremediable que el político solo atienda sus propios intereses, dejamos de entender la política como esa noble actividad que sirve a la comunidad identificando problemas, estudiándolos y proponiendo soluciones o, al menos, la mejor forma de afrontarlos. Por el contrario, acabamos entendiéndola exactamente igual que el mal político: como la forma de obtener un beneficio directo y a corto plazo, despreciando los perjuicios generales y las consecuencias a largo plazo. Nos convertimos así en votantes cínicos movidos por idéntica falsedad y desvergüenza que los políticos. Solo nos sentimos concernidos por la política en tanto que ésta se proyecte como una relación de intercambio, de mero trueque, de tal forma que los programas de los partidos se conviertan en un concurso de regalos a cambio de votos.
No hay que ser ingenuos, por supuesto. Desde siempre los políticos, hasta los más notables, han buscado satisfacer sus propias ambiciones. Sin embargo, cuando aún existía una nítida separación entre lo público y lo privado, los ciudadanos toleraban esta ambición siempre y cuando se compaginara con la vocación de servicio. Dicho de otra forma, se consideraba legítimo que el político tratara de colmar sus ambiciones mientras sirviera bien a su comunidad. El problema surge cuando el político entiende el poder como un fin en sí mismo y, en consecuencia, su ambición se vuelve incompatible con el interés general, pero, en vez de hacérselo notar, le seguimos otorgando nuestro el voto a cambio de determinadas contrapartidas.
«La forma en que la izquierda articula sus promesas sirve para incentivar el surgimiento de colectivos organizados»
Cuando la democracia se convierte en un concurso de regalos, la izquierda juega con ventaja porque su forma de asignar privilegios según colectivos tiende a ser más directa y persuasiva que las políticas generales y de largo plazo cuyos beneficios son impersonales, menos apreciables e inmediatos. Es más, la forma en que la izquierda articula sus promesas no solo resulta más persuasiva, también sirve para incentivar el surgimiento de colectivos bien organizados y muy conscientes de los objetivos que persiguen frente a los que el conjunto de la sociedad, carente de esa organización y esa consciencia, acaba sucumbiendo.
Lo explicó perfectamente Mancur Olson en The Logic of Collective Action (1965). Ya que organizarse supone costes, el individuo sólo se movilizará cuando descuenta que sus ganancias compensarán el esfuerzo. Lamentablemente, las iniciativas que proporcionan importantes beneficios para el conjunto de la sociedad, requieren demasiado esfuerzo en comparación con los beneficios personales que aportan puesto que las posibles ventajas habrán de repartirse entre todos, incluso entre los que no cooperaron o incluso se opusieron. Es decir, en la democracia entendida como concurso de regalos hay muchos más incentivos para organizarse en pequeños colectivos que presionen para obtener ventajas particulares inmediatas, apreciables para cada sujeto y por lo general a costa del resto, que para actuar de manera altruista, en beneficio del interés general.
Dentro de esta lógica de la acción colectiva, los ismos que patrimonializa la izquierda encajan a la perfección. Se constituyen en un atajo hacia el poder. De ahí que la izquierda constantemente idee nuevos colectivos, grupos e identidades a los que patrimonializar y con los que armar una coalición de minorías que le asegure la supremacía política y moral.
«La democracia como intercambio de privilegios es pan para hoy y hambre para mañana»
Para no sucumbir a esta dinámica, la alternativa a la izquierda puede escoger entre dos caminos. Uno, el aparentemente fácil, consiste en seguir la estela, es decir, aceptar estas reglas de juego y competir en el concurso de regalos con sus propias ofertas. El otro, el aparentemente difícil, consiste en trabajar duro para convencer a la mayoría de que por ese camino no hay salida, que la democracia como un intercambio de privilegios y votos es pan para hoy y hambre para mañana, y que sale mucho más a cuenta apostar por la política responsable, realista, de largo plazo y el interés general.
Digo que la primera opción es aparentemente fácil porque, cuando se acepta jugar dentro de la lógica de la acción colectiva, lo que le suele suceder a la derecha es que se convierte en unos casos en un sucedáneo de la izquierda y en otros, en su parodia inversa. Y muchos votantes pueden llegar a la conclusión de que si, al fin y al cabo, la democracia consiste en sacar tajada a costa de los demás, mejor votar al original que a la copia. También digo que la segunda opción es aparentemente difícil porque, si bien requiere estudio, trabajo, sacrificio y auténtico altruismo, sospecho que hay muchos más votantes dispuestos a recompensar el esfuerzo de lo que los políticos piensan. Otra cosa, claro está, es que tanto unos como otros estén en política para servirse a sí mismos y no para servir a los demás.