La chapuza y sus consecuencias
«Esta chapuza no servirá para debatir en serio sobre la solución populista al aumento de las penas; se mezclan la demagogia con la ignorancia y la soberbia»
Da igual si el resultado es intencionado o un error garrafal, fruto de la ignorancia y la soberbia. Se ha debatido mucho sobre qué pudo ocurrir: ¿y si lo que realmente quería el gobierno con la ley de libertad sexual era reducir las penas, porque se dio cuenta de que el enfoque de la ley era excesivamente punitivo? ¿Y si todo estaba pensado para luego acusar a la judicatura de machista? Son preguntas un poco inútiles; a veces rozan la conspiranoia. Lo más probable es que se trate de una chapuza. Y es la consecuencia natural de años de histeria y demagogia sobre la violencia sexual.
Pero hay algo interesante en la chapuza. En cierto modo, su efecto no es tan negativo; su resultado es una bajada de las penas, que muchos juristas pensaban que eran desproporcionadas. Obviamente, y a juzgar por lo que lleva años defendiendo el Ministerio de Igualdad, es lo opuesto a lo que se buscaba. Tras la sentencia de La Manada, una amplia parte del feminismo dio un giro punitivista. Si en otras cuestiones pensaba que los problemas tenían soluciones pedagógicas o culturales (el mantra naíf de la izquierda que pide «más educación»), para la cuestión de la violencia sexual la solución estaba en el endurecimiento del Código Penal.
«Es una ley para la calle; respondía más a una demanda simbólica que a un problema jurídico»
Es algo que autoras como Clara Serra, que formó parte de Unidas Podemos, han señalado durante años (si bien su argumento a veces cae en la simpleza de «si no hacemos esto vendrá la derecha», como si el problema no fuera moral, sino especialmente estratégico). En un artículo junto a otras pensadoras feministas contra la ley, escribía que «es preocupante la propuesta de un reforzamiento penal que no está basada en la eficacia y que parece tener más que ver con el derecho penal simbólico o las rentabilidades políticas del populismo punitivo». La clave es el sintagma «rentabilidades políticas del populismo punitivo». Los redactores de la ley saben (o deberían saber) que el aumento de penas es una mala estrategia de prevención y no hace que disminuyan los índices de violencia. Pero es una ley para la calle; respondía más a una demanda simbólica que a un problema jurídico.
Esta chapuza podría habernos servido para debatir en serio sobre la solución populista del aumento de las penas; no lo hará, claro. El punitivismo es transversal. La izquierda critica el punitivismo cuando habla de la prisión permanente revisable, o cuando el debate trata de los presos etarras. Pero se le olvida esa crítica si la cuestión es la violencia sexual. Y la derecha tradicionalmente ha defendido la «ejemplarización» a través del punitivismo. El debate, que realmente no es tal, es deprimente: se mezclan la emocionalidad extrema con los posicionamientos estratégicos de cada uno, la demagogia con la ignorancia, el cortoplacismo con la soberbia y la incapacidad de asumir los errores.