THE OBJECTIVE
Dani De Fernando

Anatomía del cuñao

El cuñao es ante todo alguien que sentencia, que pontifica, que habla en forma de homilía. Pero no lo hace por envanecimiento, sino por caridad: sólo procura compartir con nosotros las verdades que le han sido reveladas

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Anatomía del cuñao

Se acerca la Navidad y, con ella, el frío, las rebajas y las aglomeraciones. Pero si algo caracteriza estas fechas o, mejor, la forma que tiene el hombre contemporáneo de vivirlas son las comidas y las cenas. Ya a principios de noviembre se anuncia la del trabajo, esa en la que muchos jefes terminan por olvidarse de su rango, hasta de su sueldo y su corbata, y echan unos bailoteos con los becarios. Luego se anuncia la de los amigos, menos previsores, que sólo sale adelante cuando uno toma la iniciativa y reserva en un asturiano o en un asador que le han recomendado. Y después las familiares, para las que uno confirma su asistencia a principios de diciembre cuando, en realidad, llevan un año programadas.

Pues bien, esas cenas, tan diferentes entre sí, comparten un elemento que las une: la concurrencia del cuñao. En efecto, en todas ellas hay por lo menos uno, a veces varios, y uno tiene que ser capaz de reconocerlo(s). De lo contrario, se verá obligado a hacerse una pregunta incómoda, dolorosa, que los menos humildes jamás se han hecho y lo más honestos reconocerán que les ha atormentado alguna que otra vez: ¿seré yo? Y es una pregunta difícil de contestar porque no existe un solo tipo de cuñao, ni siquiera una definición concreta o precisa del término, pues, como «democracia», «cuñao» se dice de muchas maneras. Existe el cuñao futbolístico, que es consciente de la eficacia del doble pivote y también de la importancia de jugar por las bandas, el político, que asegura que «quien no vota no puede quejarse» y que «los extremos se tocan», y el taurino, que grita al torero «¡crúzate!» independientemente de cómo se haya colocado. Pero el más representativo de la especie es el cuñao gastronómico, que sabe dónde se comen los mejores callos y la mejor oreja, y que siempre —¡siempre!— tiene un amigo que le consigue el jamón o el marisco o el vino a mitad de precio.

Por eso, si uno tuviese que señalar una característica del cuñao creo que sería la siguiente: es, ante todo, alguien que sentencia, que pontifica, que habla en forma de homilía. Y además no lo hace por envanecimiento, por orgullo, sino por caridad: como él ya lo sabe todo, procura transmitírnoslo para hacernos partícipes de su sabiduría, un poco como el que en el mito de Platón logra salir de la caverna y vuelve a contar a los de abajo lo que ha visto. Cuando nos habla del poso del vino, de su cuerpo o de los taninos no busca tanto impresionarnos como compartir con nosotros las verdades que le han sido reveladas. Que lo hace por nosotros, vaya, por nuestro bien. Y lo mismo cuando se ofrece a comprar el jamón: sólo trata de que nos ahorremos algo de dinero.

No obstante, el cuñao tal y como lo conocemos está en peligro de extinción. Es un anacronismo, una anomalía en un tiempo cosmopaleto y progresista; es, en fin, de lo poco que nos queda de esa Españita feliz en la que los adultos compraban discos en gasolineras y los niños comían Frigopiés. Su espíritu, en cambio, no desaparecerá nunca: podrá cambiar el fútbol por los videojuegos, hacerse antitaurino, incluso comer tofu en lugar de jamón, pero seguirá iluminándonos a todos con sus sentencias, con sus homilías, con sus comentarios.

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