El irracionalismo romántico y la Nación fragmentaria
El Romanticismo no es un movimiento que se haya quedado sepultado en el XIX, sino que como nebulosa ideológica sigue alimentando e inspirando
Lukacs escribió un gran libro, El asalto a la razón, en el que analizaba, aunque algo encorsetado por la escolástica marxista, cómo se fue fraguando la línea de desarrollo doctrinal del irracionalismo, desde Schelling a Hitler, que cristalizó a principios del siglo XIX y llegó hasta 1945. Y es que, en efecto, un fantasma recorrió Europa, por esas fechas, el fantasma del Romanticismo.
Pero, hay que precisar, que el Romanticismo no es un movimiento que se haya quedado sepultado en el XIX, ni mucho menos, circunscrito a lo que Heine llamó la «escuela romántica», sino que como nebulosa ideológica sigue alimentando e inspirando, sobre todo en su cuño germánico, a la ideología «nacionalista», y que hoy sigue operando con gran vigor. Rüdiger Safranski también trató la genealogía de estas ideas en su magnífica obra El Romanticismo.
Sin duda, uno de los componentes más relevantes de esta nebulosa ideológica romántica es el irracionalismo sentimental que fija en el «sentimiento», prevaleciendo sobre el entendimiento o la razón, el modo espiritual de relación con la realidad. Ante el sentimiento el entendimiento retrocede por artificioso, siendo la conciencia sentimental la conciencia genuina, «auténtica», condensándose en ella todo lo sublime y elevado, frente a lo desnaturalizado, estrecho y «cerrado» de la conciencia lógica.
Así pues, ante el «sentimiento» de la conciencia nacional-fragmentaria («sentirse catalán», «sentirse gallego» antes que español) cualquier argumento en contra (histórico, político, lingüístico, etc…) queda completamente fuera de juego, volviendo cualquier discusión (el famoso «diálogo» al que constantemente se apela) completamente estéril en este sentido.
En esta línea fueron, en efecto, Friedrich Schlegel y Novalis los que acuñaron precisamente el término «romantizar» para hablar de la necesidad de que toda actividad de la vida se ha de impregnar de significación poética, una poética que de algún modo supone, justamente, la suspensión de la racionalidad: «pues el principio de toda poesía está en suprimir el curso y las leyes del entendimiento, que piensa racionalmente, y trasladarnos de nuevo a la bella confusión de la fantasía, al caos originario de la naturaleza humana, para el cual ahora no conozco un símbolo mejor que el policromo hormigueo de los antiguos dioses». (Schlegel, Sobre el estudio de la poesía griega, 1795).
Herder, por esta vía «sentimental» y buscando esa misma «bella confusión de la fantasía» originaria, que supuestamente inspiraba a los primitivos poetas, hablará de un «debilitamiento del espíritu» en la actualidad (en «los modernos») al perder el contacto sensual espontáneo, característico de los pueblos antiguos (de los «primitivos»), con los fenómenos del entorno y apareciendo estos ahora mediados por una actividad artificiosa, espuria, la del pensamiento abstracto, que «mata» el sentimiento.
Junto con este irracionalismo sentimental, y en buena medida ligado a él (el sentimiento es incomunicable, no transitivo), se impone además una perspectiva monadológica de la humanidad según la cual cada «pueblo» se identifica con su propio «espíritu» (Volkgeist), irreductible a los demás, y quedando definido en su identidad a través de esa idea de Cultura como mito.
Así, con el relajamiento de la razón común (irracionalismo), se produce en proporción directa, una exaltación del elemento diferencial (sobre todo «primitivo», originario, bien sea real o inventado) entre culturas, mirando ahora a las instituciones como «señas de identidad» de la cultura correspondiente, y contemplándolas y apreciándolas por lo que tienen de representativo de cada «Cultura» entendida, insistimos, de un modo mítico sustancialista. Así dirá Herder, hablando en este caso del teatro de Sófocles en contraste con el de Shakespeare: «Si aquel representa, enseña, conmueve y forma griegos, Shakespeare instruye, conmueve y forma hombres nórdicos. Cuando leo al autor británico desaparecen para mi teatro, actor y bastidores. No veo más que hojas sueltas del libro de los acontecimientos, de la providencia, del mundo, volando en la tempestad de los siglos, distintos caracteres de los pueblos, de las clases sociales, de las almas, todos ellos como las más distintas máquinas actuantes en manos del Creador, como instrumentos ciegos e ignorantes del todo de un cuadro teatral, de un acontecimiento con una grandeza tal, que solo el poeta lo abarca con la mirada. ¿Quién puede imaginar mayor poeta de la humanidad nórdica o de su época?».
Es decir, no importa tanto considerar el teatro en sí mismo, y lo que de común pueda tener Shakespeare con Sófocles como dramaturgos, sino que lo que importa es justamente que ambos son representativos de dos culturas diferentes (el Hombre Meridional frente al Hombre del Norte) y, en cierto modo, inconmensurables.
Así, esta primacía de lo sentimental sobre lo racional (quedando la razón asociada a lo prosaico mientras se sublima lo fantástico irracional), va a impulsar, o esa es la pretensión, el proyecto característicamente romántico que busca la vuelta a ese «caos originario» de los primitivos (en cuanto que incontaminado, virgen, respecto de los progresos del entendimiento racional), trayendo a la literatura, y a las artes en general, elementos y figuras propias de la antigüedad pagana (a través de los ciclos mitológicos germánicos o clásicos), o del cristianismo primitivo, sobre todo bíblicos (como el ciclo artúrico), recreando, siquiera literariamente, ese «pasado» heroico, mágico y encantado, que tiene en la Edad Media su punto culminante, y al que de algún modo, por desafección con la ordinariez presente, se quiere volver («hacer de lo cotidiano algo maravilloso, y de lo maravilloso, algo que tenga valor de lo cotidiano», dirá Novalis en uno de sus Fragmentos).
Precisamente la contrafigura del romántico va a ser el «filisteo», que busca rebajar lo sublime devolviéndolo a sus aspectos más ordinarios y prosaicos («burgueses»): «del mismo modo con que se burlaban siempre [Tieck y Schlegel] de esa ciudadanía como de miseria filistea de pequeña burguesía, celebrando y glorificando frente a ella la gran vida heroica de la edad feudal».
Así, probablemente como reacción al influjo de la primera revolución industrial en lo que esta tiene de destrucción de las formas de vida tradicionales, se produce ese «malestar en lo cotidiano», característico del Romanticismo, y que la literatura y el arte en general van a tratar de corregir, acudiendo a la recreación de toda clase de figuras y fuerzas extraordinarias e inquietantes (es el momento de la novela gótica desde E.T.A. Hoffmann hasta Poe) que rompen, con su repentina (a veces terrorífica) aparición, ese sopor ordinario («burgués»). Es lo que Weber ha dado en llamar «el reencantamiento del mundo», y es que, frente a toda pretensión racionalista de «dominar» la Naturaleza o agotarla en tal sentido, esta vuelve en sus formas más inauditas y misteriosas para mostrar su carácter desbordante e indomeñable (así, desde elfos y hadas como fuerzas benefactoras, hasta vampiros, muertos vivientes, autómatas que cobran vida como fuerzas malignas, etc, son figuras que pulularán por la literatura romántica).
Es en este contexto ideológico romántico, con la divulgación del cuento popular alemán (desde Tieck a Grimm, Fouqué, Brentano, etc.), con la mitología clásica, germánica, escandinava, británica o irlandesa como referentes (desde El Cantar de los Nibelungos hasta el invento del bardo Osian por McPherson), en donde se forja la idea de «autenticidad» y «pureza», asociadas a las formas de vida arquetípicas tradicionales de las sociedades medievales, despreciando la actualidad contemporánea industrial como una perversión «inauténtica». Es así que la visión romántica busca «recrear» aquellas figuras perdidas, o más bien arruinadas en la actualidad, con objeto de retornar de algún modo, siquiera por recreación literaria (Schiller, Scott, etc), a dicha plenitud «heroica» de la vida antropológica propia del Medievo.
Pues bien, en esta tesitura ideológica, de búsqueda de restauración de la autenticidad antropológica en esos arquetipos legendarios (más que históricos), es necesaria la re-configuración del propio escenario en el que esta conciencia romántica se despliega y prospera, un escenario que se va a buscar precisamente, en aquellas regiones en las que, por su carácter rural o ruralizado, aún se conservan ciertos elementos institucionales tradicionales (la lengua, cultos, ceremonias, ritos, mitos, lo que empezará a llamarse «folkclore», etc…) procedentes del Medievo (o de algún modo, aún anacrónica o vagamente, asociados a él), y que pueden servir de vía de ruptura con el orden nacional burgués.
Estas «regiones», la tierra o el país (Heimat, en alemán), van a contemplarse como los escenarios ideales, como ámbitos de esparcimiento de ese «sentimiento fantástico de la vida» recreado por el romanticismo literario, mirando a las naciones políticas, en sentido moderno o contemporáneo, como monstruos racionales, asentimentales, «filisteos», que como consecuencia de su labor centralista y homogeneizadora destruye esas formas de vida tradicionales, canónicas, de la vida medieval.
Así, en definitiva, uno de los fines de la literatura romántica es el de restaurar esa escenografía preindustrial como lugar, como topos «encantado», como realidad paralela extraordinaria, vinculada de algún modo a ese pasado legendario propio de la literatura medieval (novela histórica, folclore, juegos florales, «bardomanía», etc). Y estas son esas «patrias», esas «naciones auténticas», recreadas por la literatura romántica, a las que quieren «regresar» desde el nacionalismo fragmentario. Las «auténticas patrias» nacionalfragmentarias son un puro artificio literario, completamente ajenas a la razón histórica.