La larga noche de Alejandro Sawa
«La falta de libertad sublevaba a Alejandro Sawa, que en esta ‘Noche’ suya lanza un alegato contra las ataduras, contra el miedo al mundo»
A la gloria se puede llegar por el camino del vino malo, aunque desde luego me refiero a una gloria ruinosa, una gloria sucia, una gloria arrastrada por las calles. No hablo de la posteridad o de la fama literaria, pues a Alejandro Sawa nadie le hace demasiado caso (y, sea como sea, llama más la atención su destartalada vida que su obra), sino de una gloria en vida que tampoco fue tal, pues la idealizada leyenda que sobrevive en torno a la bohemia se queda con la actitud radical y vitalista con la que vivieron aquellos hombres, pero descuida el inconcebible sufrimiento que implicaba.
Lo de la bohemia no fue una cuestión de convicciones sino de circunstancias: se puede desear la austeridad, pero no la miseria, no ese hambre constante y animal, no el desprecio creciente de tu familia. Se puede preferir vivir sin obligaciones, sin compromisos, sin trabajo, aunque ello implique vivir sin una sola moneda, pero nadie desea para sí ni para sus hijos (si se ha decidido tener una familia en una vida anterior, antes del salto hacia el arroyo) esa pobreza contra la que con tanto conocimiento clamaba don Quijote (quiero decir Cervantes), o también Cide Hamete Benengeli: «Ha de tener mucho de Dios el que se viniere a contentar con ser pobre».
«Alejandro Sawa no tenía a Dios ni lo buscaba»
Pero Alejandro Sawa no tenía a Dios ni lo buscaba. Él prefirió a Verlaine, y poco menos que en su busca se marchó pronto, en 1889, a un París que ya lo recibió con todo su esplendor y con todas sus privaciones. Había nacido en Sevilla en 1862 y, tras pasar por Málaga y Granada, cumplió los veinte años en Madrid, donde un artículo de Luis Bonafoux ya lo retrató durmiendo en las calles, tan «magnífico, soberbio y misérrimo» como lo imaginó Luis Antonio de Villena en su Biografía del fracaso (un libro que acaba de cumplir su primer cuarto de siglo de vida y que sería muy recuperable).
Afrancesado hasta la última esquina de su imaginación, quiso también afrancesarse hasta la última molécula de su cuerpo, y se fue a París a trabajar en algunos asuntos editoriales y, sobre todo, a vagabundear con Rubén Darío y otros en busca de todo y de nada, agotando las noches del Barrio Latino, ingiriendo mucho más alcohol barato que vitaminas, borracho de todos aquellos versos simbolistas que anhelaba merecer imitar, entregado ya a esa incomunicable mezcla de degradación y redención que fue la bohemia. De allá volvió a Madrid en 1896, con una mujer francesa, Jeanne, para vivir hasta su muerte, en 1909, esa vida que, famosamente, Valle-Inclán fotocopiaría en Luces de bohemia, convirtiendo a Sawa en Max Estrella. Como bien dice Villena, «perder no era fracasar. Perder no sería carecer de éxito. Perder no podía ser simple mala suerte en la vida. Perder entraba en la categoría sublime de una actitud. De un modo de encarar la vida, mitad anarquista, mitad aristocrática».
Y Sawa se dedicó a perder a conciencia, y lo hizo decidido y orgulloso, como cumpliendo un programa ideológico, o mejor un mandato trascendental. No es que se dejara llevar, no era indolencia, fue sólo que su vocación por la noche y su fatal atracción por comprobar la grandeza de la vida en sus manifestaciones más duras, frías y ajadas lo consumieron, aunque tuvo todavía la «cautela» de garabatear esas prosas sueltas que, bajo el título de Iluminaciones en la sombra, se publicaron póstumas, en 1910, y han conseguido que lo recordemos. Su arranque, tras el prólogo que la viuda pidió a Rubén Darío, es memorable: «Quizá sea tarde ya para lo que me propongo: dar la batalla a la vida». Lo escribió el 1 de enero de 1901. Como buenos propósitos para el terrible siglo que acababa de comenzar, no estuvo nada mal.
Esa suerte de memorias («el retrato de quien sabía que sólo tenía tiempo ya para su testamento», escribió Andrés Trapiello en otro prólogo) son, sin duda, el mejor libro de un escritor que lo había dejado todo escrito antes de irse a París, en esa década que fue de 1880 a 1889, y entonces era Sawa un escritor naturalista, de nuevo por influencia directa de los franceses que le gustaban, tan comecuras, tan ácratas, tan desatados.
Los títulos no engañan: La mujer de todo el mundo (1885), Crimen legal (1886), Declaración de un vencido (1887), Criadero de curas (1888)… Y este último año Sawa publicó también su novela Noche, que es la que acaba de recuperarse como primer título de una nueva editorial madrileña, Amarillo, fundada por Ester Vallejo, que pasa al mundo de la edición tras décadas como librera de referencia en Lex Nova.
Aunque toca el violín, Ester no es bohemia, pero, mientras anuncia próximos rescates de novelas de Dolores Medio o Elizabeth Mulder, ha querido que el primer libro de su catálogo, llamativamente bien editado, sea esta narración en la que Sawa, con apenas veinticinco años, lanzó un misil violentísimo al corazón del mundo biempensante de su tiempo.
En Noche se retrata el descalabro de una familia que en realidad, literalmente en secreto, llevaba años degradándose por culpa del fanatismo del padre, que tiene a sus hijos encerrados en casa toda su infancia para que no se contaminen de los males del mundo, y de la pusilanimidad de la madre. Como sucede tantas veces en la literatura naturalista, los peores sueños de los personajes se convierten en realidad precisamente por haber sido tan temidos, por haber intentado prevenirlos de formas absurdas y antinaturales. Y, para rematar, hay un sacerdote que ayuda a la familia y en el que Sawa vuelca su anticlericalismo extremo, con escenas insólitas en la literatura española, y que «justificarían» que el jesuita Pablo Ladrón de Guevara, tan conocido en la época por su manual sobre Novelistas malos y buenos, calificara al escritor de «sumamente impío, bajo y deshonesto».
La falta de libertad sublevaba a Alejandro Sawa, que en esta Noche suya lanza un alegato contra las ataduras, contra el miedo al mundo, contra la obsesión por evitar eso que muchos llamaban «tentaciones» y que en realidad son los mecanismos de la vida, impulsos que no se pueden reprimir sin provocar problemas peores. Es una lectura dura y grata a un tiempo, que nos devuelve a un tiempo de opresión no social sino doméstica, a una beatería que era lo contrario de la beatitud en su acepción de «estado de serenidad, paz espiritual y felicidad».
Entre la última picaresca y el esperpento, entre Quevedo o Mateo Alemán y Valle-Inclán, hubo esta otra distorsión, este estadio intermedio de la vida española que convivía con la mirada más realista (y más tranquila) de Galdós (que en 1888 publicó Miau: compárense) o la voz más ambiciosa de Clarín, que había entregado La Regenta entre 1884 y 1885.
Sea como sea, conviene recordar que esta obra maestra terminaba con «el vientre viscoso y frío de un sapo» sobre la boca de Ana Ozores, desenlace sorprendente y extrañísimo que coloca de golpe a La Regenta dentro de la tradición de la literatura española grotesca, tan rica desde la Edad Media hasta Gutiérrez Solana o Cela, y en la que también están incrustadas estas primeras novelas de Sawa, en las que lo irracional o lo supersticioso se convierten ya, en algunos personajes, en espasmos y delirios que, como toda literatura relevante, contribuyen a explicar e interpretar un tiempo.