Una falacia: jueces conservadores y jueces progresistas
«No se trata de distinguir a los jueces políticamente, sino jurídicamente, según la calidad de sus sentencias, rigor jurídico y consistencia de sus argumentos»
Hace unos días escuché a un veterano periodista especializado en temas judiciales y, últimamente, en la actividad del Tribunal Constitucional, decir que éste no era en absoluto un tribunal de justicia, que la confusión venía de su nombre, de denominarse Tribunal, pero que evidentemente era un órgano político, nada que ver con una institución carácter jurisdiccional.
Ninguno de sus compañeros de tertulia, tampoco el director del programa, que suele opinar más que nadie, puso objeción alguna, se supone que todos estaban de acuerdo, si no hubieran saltado de inmediato ante tal enormidad, ante tan evidente error.
Este desconocimiento de nuestras instituciones y leyes por parte de quienes deben contribuir a formar la opinión pública es un componente importante de la actual crisis política, sin olvidar la parte que les corresponde a los mismos políticos y la escasísima formación en derecho que se imparte en los lamentables planes docentes de las Facultades de Ciencias de la Información.
En todo caso, está claro que el Tribunal Constitucional es un órgano jurisdiccional y no un órgano político. Cualquier estudiante de primero de Derecho que opinara lo contrario en un examen sería suspendido sin vacilación alguna por cualquier profesor de Derecho Constitucional. Pero en esta tertulia nocturna todos estaban de acuerdo: era un órgano político y, por tanto, sus resoluciones -autos y sentencias- estaban fundadas en motivos políticos y no jurídicos.
Olvidaban estos periodistas -o, mejor, seguramente ignoraban- que si así fuera, el Tribunal, dadas sus facultades supremas para interpretar la Constitución, decidiría el significado de sus preceptos sin límite alguno, por puras decisiones libres, con lo cual de hecho se convertiría en el poder constituyente, sería el auténtico soberano.
En este supuesto, la soberanía ya no residiría en el pueblo, ejercida ordinariamente por sus representantes en las cámaras parlamentarias, sino en un grupo reducido de doce magistrados. Éstos podrían modificar de un plumazo la Constitución por una libre decisión de su voluntad, vaciando así de sentido los procedimientos de reforma que establece la misma Constitución en su último título. Con todo ello, se destruiría completamente la democracia constitucional, más aún, la democracia misma, y estaríamos en un régimen oligárquico dominado por juristas.
«La actividad política y la actividad jurisdiccional se diferencian sustancialmente en el modo de argumentar»
En esta tertulia televisiva, y seguramente en tantas otras si se plantea el tema, seguramente desconocían la distinción entre actividad política y actividad jurisdiccional. La actividad política es la que llevan a cabo los órganos políticos, los parlamentos y gobiernos; la jurisdiccional es llevada a cabo por los jueces y magistrados, tanto de la jurisdicción ordinaria como de la constitucional (y también, de forma especializada, por el Tribunal de Cuentas).
¿En qué se diferencian sustancialmente ambas actividades desde el punto de vista del modo de actuar de tales órganos? Ciñámonos a los esencial: en el modo de argumentar. Y esta diferencia en el modo de argumentar es debida a que ambas justifican con racionalidades distintas sus distintos objetivos. Veamos.
La racionalidad política va encaminada a resolver cuestiones que enfrentan intereses e ideas diversas, con frecuencia contrapuestas, de naturaleza económica, social o institucional. Estos argumentos tienen como soporte básico datos empíricos y razones de oportunidad o conveniencia. Los datos empíricos deben ser analizados conforme a las finalidades políticas que se pretenden; por ejemplo, si se trata de facilitar las inversiones de las empresas o de mejorar las instituciones del estado del bienestar, incrementar las pensiones o invertir en obras públicas. Las razones de oportunidad o conveniencia tienen como centro la disputa en torno al poder, por ejemplo, ganar o perder las próximas elecciones. A resolver estas cuestiones conduce la racionalidad política.
Por el contrario, la racionalidad jurídica orienta su modo de argumentar hacia otro tipo de objetivos y para ello el procedimiento por el cual discurre es totalmente distinto.
En primer lugar, el parámetro desde el cual legitima su argumentación es siempre una norma jurídica o, mejor dicho, un ordenamiento jurídico. El conflicto debe partir siempre de este criterio. En segundo lugar, las reglas en que se basan sus argumentos no consisten en razones de oportunidad o conveniencia sino en las propias de todo razonamiento jurídico, reglas que son limitadas, están acotadas y deben ser previamente aceptadas por la comunidad jurídica como válidas, bien porque están en las mismas normas positivas (por ejemplo, arts. 3.1 y 4 del Código Civil, entre otras) o porque son las habitualmente utilizadas por los juristas y su uso las legitima. Estas reglas, sustancialmente, son las que se infieren de los diversos métodos de interpretación jurídica, de las teorías lógicas y argumentativas, de los precedentes contenidos en la jurisprudencia de los tribunales y, finalmente, de la doctrina sentada por los juristas.
Por tanto, racionalidad política y racionalidad jurídica responden a lógicas diferentes y cumplen una función distinta: unas persiguen la mejor opción desde el punto de vista de quien gobierna, otras garantizar el sometimiento a la Constitución y la ley.
«El Tribunal Constitucional no es un órgano político, que actúa por razones de oportunidad y conveniencia, sino jurisdiccional»
El Tribunal Constitucional debe limitarse a utilizar, únicamente, la racionalidad jurídica y, por tanto, no es un órgano político –que actúa por razones de oportunidad o conveniencia– sino un órgano claramente jurisdiccional que actúa conforme a parámetros jurídicos y, como garantía de ello, mediante procedimiento judiciales, muy distintos a los políticos del parlamento o el gobierno.y, como garantía de ello, mediante procedimiento judiciales, muy distintos a los políticos del Parlamento o el gobierno.
Por todo ello, la distinción ya habitual entre jueces conservadores y jueces progresistas no tiene justificación. Las ideas personales de los jueces, de los buenos jueces, no deben interferirse en su labor, aunque haya siempre un ámbito de discrecionalidad que jurídicamente lo permita pues el derecho no tiene el rigor formal de las matemáticas al ser una ciencia argumentativa. Pero cualquier decisión judicial debe ser motivada y hacerse pública, ahí se puede comprobar la consistencia y rigor de sus argumentos en que se basa la decisión, ello es una garantía para que los ciudadanos confíen en su independencia, imparcialidad y conocimientos.
Naturalmente, nadie es perfecto, tampoco los jueces, y por ello el debate en los tribunales, compuestos por varios magistrados, es también otra garantía y permite incluso que las discrepancias respecto a la mayoría puedan expresarse en votos particulares.
Precisamente sobre esta cuestión acaba de publicar un libro el catedrático Andrés Ollero (Votos particulares, Tirant Lo Blanch) que en sus nueve años de magistrado del Tribunal Constitucional emitió 69 votos particulares discrepantes con la mayoría del Tribunal que había aprobado la sentencia. Resulta que, echadas las cuentas, en 36 ocasiones coincidió con los llamados magistrados conservadores y en 33 con los supuestamente progresistas. Así pues, un empate técnico que desmiente la falacia de esta desgraciadamente consolidada idea según la cual la división entre jueces es política y no jurídica.
En mi opinión no se trata de distinguir a los jueces políticamente, es decir, entre conservadores o progresistas, sino jurídicamente, entre buenos o malos jueces según la calidad de sus sentencias, del rigor jurídico de las mismas, de la consistencia de sus argumentos, acreditando además su imparcialidad e independencia. Siempre habrá jueces venales, claro. También entre los hombres ladrones y asesinos.