THE OBJECTIVE
Andreu Jaume

Sánchez destituyente

«Los nacionalistas de Bildu y ERC tienen como único propósito la disolución de la Constitución y la abolición de la monarquía parlamentaria»

Opinión
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Sánchez destituyente

Sánchez destituyente.

Parece mentira, pero cinco años después del «golpe posmoderno» en Cataluña, Pedro Sánchez ha conseguido revertir todas las respuestas que entonces dio el Estado de derecho en defensa de la Constitución. Todo lo que se combatió en aquellos meses, tanto en el orden jurídico como en el político e incluso en la dimensión moral, está siendo minuciosamente desmontado y envuelto en el celofán de la mentira y la propaganda. La semana pasada, el presidente vino a Barcelona para hablar de sus «difíciles» medidas, como si las hubiera estado meditando en la soledad de su conciencia y no fueran extorsiones de sus socios parlamentarios, a la vez que insistía en su estrategia de «pacificación».  

La paz, según nuestro presidente, consiste en despreciar a todos los ciudadanos que hace un lustro salieron a la calle para protestar contra el atropello más violento perpetrado contra el orden constitucional en el nuevo siglo. Su ideal de paz también supone adaptar el Código Penal a las circunstancias procesales de los políticos inhabilitados o fugados que manejan los hilos de su marioneta ejecutiva. Gracias a sus obsecuentes reformas, tendremos que volver a sufrir en el parlamento de Cataluña, mucho antes de lo esperado, a un político tan infradotado, mendaz y destructivo como Oriol Junqueras, mientras el ridículo Carles Puigdemont, que lleva burlando a la justicia española desde que se marchó, dejando en la estacada a todos sus compañeros, se beneficiará de rebajas hasta conseguir la extinción de su pena. La paz, en el vocabulario amoral de Pedro Sánchez, es un concepto que permite rehabilitar a unos representantes políticos que en aquellos infaustos 6 y 7 de septiembre de 2017 humillaron y menoscabaron la democracia, culminando con ello la campaña de manipulaciones sentimentales, tergiversaciones históricas y vulneraciones legales que venían orquestando desde hacía años.

Por si todo esto no fuera poco, la paz según el evangelio de Sánchez, tramitada y votada con alevosía en estas fechas tan entrañables de concordia navideña y lotería nacional, también nos ha traído una utilización fraudulenta del trámite de enmiendas para modificar la Ley Orgánica del Poder Judicial y la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, que no sólo es flagrantemente inconstitucional sino que supone el principio del fin de la ya maltrecha y escarnecida separación de poderes. Por supuesto, el Partido Popular ha contribuido con su parte de vergonzosa irresponsabilidad en lo que respecta a la obligatoria renovación del Consejo General del Poder Judicial. Pero a Sánchez, ante una situación de colapso institucional, no se le ocurre otra cosa que vaciar poco a poco el orden legal vigente para moldearlo a su imagen y semejanza, insertándose así en la mejor tradición autoritaria.

Pedro Sánchez ya pertenece a ese grupo de dirigentes que en el siglo XXI intentan subvertir los fundamentos de las democracias que presiden para adaptarlas a sus intereses. En los últimos años hemos asistido a episodios tan insólitos y alarmantes como el asalto de las hordas de Trump al Capitolio en Washington o el intento, por parte de Boris Johnson, de cerrar la Cámara de los Comunes para poder aplicar el Brexit saltándose los trámites parlamentarios. Son las consecuencias de enterrar a Kelsen para resucitar a Schmitt. La democracia representativa se ha convertido en un estorbo en un mundo en el que se está liquidando la esfera pública tal y como venía entendiéndose desde el siglo XVIII. Como decía el filósofo Jan Patocka, el espíritu de la pólis es un espíritu de unidad en la discordia. Solo es posible ser ciudadano (polites), en la asociación de los unos contra los otros. Ahora, sin embargo, la vida en la ciudad está destruyendo esa unidad tensa para sustituirla por unas camarillas de enemigos que intentan restituir la contienda precivil de las comunidades de sangre. 

«La democracia representativa se ha convertido en un estorbo en un mundo en el que se está liquidando la esfera pública tal y como venía entendiéndose desde el siglo XVIII»

Sánchez, ante su incapacidad de convencer a una mayoría suficiente de ciudadanos para gobernar, ha amañado como solución una aritmética parlamentaria con vocación de perdurar. Si para ello tiene que traicionar el pacto constitucional y librarse a las exigencias destituyentes de sus socios, no tendrá escrúpulos en hacerlo, como ya ha demostrado. En su lógica táctica y mezquina, no caben reflexiones de largo alcance sino tan sólo emboscadas para la supervivencia más inmediata. Los nacionalistas de Bildu y ERC tienen como único propósito la disolución de la Constitución y la abolición de la monarquía parlamentaria. El rey, como garante máximo de la Carta Magna, fue quien en última instancia detuvo el golpe del 2017. Pero Sánchez ha accedido a tergiversar los hechos y desautorizar al Estado que él mismo representa, convirtiendo la sedición en desórdenes públicos y atenuando el delito de malversación de forma ignominiosa. Con ello, está consiguiendo que todo lo que los sediciosos no lograron consumar fuera de la ley lo lleven a cabo apropiándose de la ley.

Por otra parte, esa política de pactos contra natura ha generado en la oposición una mayoría alternativa que está igualmente infestada de nacionalismo. Con Ciudadanos en vías de desaparición o de absorción, el PP queda en manos de Vox, un partido que sólo sirve para que Sánchez pueda enarbolar la falsa bandera de la resistencia izquierdista contra el espantajo de la ultraderecha. Con su retórica ultramontana, su grotesco imperialismo y su fervor apostólico, Vox contribuye a destruir el espacio constitutivamente vacío de la democracia. Si los secesionistas vascos y catalanes están inyectando su contenido natural en el sistema que había quedado libre de él tras la muerte de Franco y la aprobación de la Constitución, Vox hace lo propio evacuando su propia sustancia reactiva en el mismo organismo, condenándolo a la necrosis. Los partidos independentistas vascos y catalanes representan a un porcentaje bastante modesto de la ciudadanía española, pero con esa representación sobredimensionada están consiguiendo corroer los cimientos del edificio democrático que había integrado a las diferencias en la isonomía. Gracias a ello, los dos grandes partidos son incapaces de llegar ni siquiera a los acuerdos a los que están obligados constitucionalmente. El presunto líder de la oposición, Alberto Núñez Feijoo, sin escaño en el Congreso, parece aguardar exiliado en Galicia a que las circunstancias adversas le den el poder por desgaste del adversario, pero sin hacer nada salvo anunciar vagas promesas y pedir elecciones anticipadas como quien pide a los dioses que llueva.

Pedro Sánchez ha iniciado un proceso destituyente de consecuencias inescrutables. Su acción política se limita a intentar asegurarse otra legislatura con la mayoría que ha construido a lo largo de estos años, por eso Salvador Illa ya ha podido prometer la consulta que se celebrará en Cataluña, un referendum encubierto que será la llave de la gobernabilidad tras las próximas elecciones. Todo lo que parecía inconcebible está ocurriendo. Como dice un verso exacto, sintético y tremendo de César Vallejo en Trilce, de cuya publicación se ha cumplido este año un siglo: «Ese no puede ser, sido».  

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