El rey del fútbol
«Messi ha ganado, con una selección competente, unos árbitros que le miman y una FIFA predispuesta. Lo de Maradona fue al revés»
A mi padre y a mi hermano se les ha hecho difícil ver a Messi levantar la copa del mundo. A casi todos los madridistas, en realidad: estaban más cómodos con la tesis de que Maradona es el mejor futbolista de la historia. O Di Stéfano o Pelé. Pero Messi no, ni de coña, por ahí no pasan. A mí, lo reconozco, no me costó tanto. Y no estoy exento de ese odio a Messi, incluso participo de él, y tampoco pienso que sea el mejor de la historia, pero en cierto modo me alegro de que haya ganado. En tanto que madridista es una putada; en tanto que español, un orgullo.
Mi padre, mi hermano, otros amigos madridistas llegaron incluso a apoyar a Holanda —¡a Holanda!— con tal de que Messi no pasara de ronda. Prefirieron a nuestra antítesis, a nuestro enemigo histórico por excelencia, ése que se funda contra nosotros, ése que, dice Houellebecq, no es tanto un país como una empresa. Y lo mismo cuando Argentina se enfrentó a Croacia, con quienes sólo compartimos religión y una idolatría exacerbada aunque más que razonable por Modric. Y en la final contra los franceses: todavía no entiendo que prefiriesen que ganasen ellos, Mbappé incluido, solamente para que Messi no se la llevara. «Seguro que el dos de mayo habríais ido con ellos también —les reproché—; habríais sido de las élites afrancesadas». Y me acordé de Reverte.
Decía que en cierto modo me alegro de que el Mundial lo haya ganado Argentina. Y me alegro de la misma manera que si lo hubiese ganado Méjico o cualquier otro país hispano precisamente por eso, porque son hispanos. No albergaba dudas de con quién iba en la final por mucho que en mi casa fuese minoría, por mucho que mi escasa herencia corriese peligro, y las pocas dudas que pudiese albergar se disiparon cuando vi los tatuajes de los argentinos —dicen que si no llevas ninguno no puedes jugar en la selección—: Cristo, la Virgen María, un rosario, una cruz…, que me recordaron esa frase tan bonita de Ramiro: «Ahí están los pueblos de la América hispana. Pueblos firmes, vitalísimos, que son para España la manifestación perpetua de su capacidad imperial. Nosotros somos ellos y ellos siempre serán nosotros».
De todas formas, me resisto a creer que la victoria en Catar convierta a Messi en el mejor futbolista de la historia, y me resisto porque existió Maradona. Messi también ha ganado, sí, pero con una selección medianamente competente, con unos árbitros que le miman a pesar de que él diga lo contrario y con una FIFA predispuesta a que fuese él quien levantara el trofeo. Lo atestiguan esos cinco penaltis a favor, algunos dudosos, y la ausencia de sanción cuando lo de Mateu Lahoz. Con Maradona fue al revés: la FIFA lo detestaba y los rivales lo freían a patadas. Él habría ganado en el 86 a pesar de haber escogido a diez tipos aleatorios solamente para figurar, para que lo acompañaran en el campo mientras se encargaba de meter dos a Inglaterra en cuartos, dos a Bélgica en semis y de asistir a Burruchaga, al que dejó solo frente al portero, en la final. Por eso es el mejor, el rey del fútbol, pero qué bien que el príncipe —en plural si contamos a Di Stéfano— sea también hispano.