De Macron a Mbappé, o los consuelos indeseados
«Esos deportistas no han sufrido ninguna de las circunstancias por las que un presidente se vea obligado a manifestar la solidaridad y simpatía de la patria»
Lo único que vi del pasado Mundial de Fútbol ha sido, en Twitter, la discutida performance del presidente francés, Emmanuel Macron, tras el partido de la final que perdió el equipo francés frente al argentino. Los comentaristas en la prensa discrepan. Para algunos, bien está que el presidente de la nación apoye a los chicos de la selección nacional en la hora triste de la derrota final, que sólo podrá ser enmendada dentro de cuatro años, cuando se celebre otro mundial. Para otros, en cambio, hay algo ridículo y vergonzoso en la estampa del presidente convertido en hincha de su selección como cualquier cuñao.
Las imágenes yo creo que dan claramente la razón a estos últimos. Vemos al presidente yendo a buscar al joven futbolista Kylian Mbappé, abrazarle, pasarle la mano por la cabeza y el cogote, susurrarle al oído palabras de consuelo y de encomio por los tres goles que marcó pero que fueron insuficientes para alzarse con la victoria. Al atleta mestizo, que como es natural estaba bajo de ánimo después de la derrota (momentos en que uno suele preferir pasar el duelo encerrado en sí mismo, no hablar y no ser molestado) se le veía visiblemente incómodo por la verborrea y los toqueteos de Macron, manifestaciones de una confianza que nadie le había otorgado; manifestaciones, además, de carácter involuntariamente racistoide (sospecho que a un jugador blanco no lo hubiera toqueteado así), en los que el jugador debió de advertir paternalismo. Por no hablar de las ganas de Macron de figurar en las fotos, abrazado al ídolo del fútbol mundial y símbolo de la selección.
Mbappé, ante el presidente sobón, demostró ser un chico templado e inteligente. Pues ni se rebajó a dedicarle una sonrisa de complicidad, ni rompió en sollozos entre sus brazos (que es lo que a Macron le hubiera hecho feliz) ni le dijo «bas les pattes, sale con! Enfoiré!». Se limitó a zafarse como pudo de la doble Nelson y alejarse un poco. ¡Pero Macron, incansable, volvió a atraparlo! Qué manía.
«El presidente francés me ha defraudado personalmente»
Miren: no se lo voy a decir, para no deprimirle, pero el presidente francés, del que tenía yo en general buena opinión, pues le veía como un tipo enérgico, entusiasta, enfrentado sin desfallecer a una tarea colosal, me ha defraudado personalmente. No tuvo bastante con la mamarrachada con Mbappé: luego tuvo que bajar a los vestuarios –acompañado de las cámaras de televisión- y soltarles a los jugadores un discursito animoso. Cierto que en todas partes, pero especialmente en Francia desde la Revolución de 1789, la oratoria, y además la soflama de las autoridades políticas, sobremanera los llamamientos galvanizadores –como el de De Gaulle a no rendirse, desde los micrófonos de la BBC, durante la Segunda Guerra Mundial-, son un elemento significado y movilizador de la tradición política. Ahora bien, cuando la primera autoridad de la nación, simbólicamente análoga al Rey de las monarquías, pronuncia su animoso discurso en el vestuario de un estadio, ante 11 millonarios veinteañeros que están comprensiblemente desanimados porque acaban de perder, a los penaltis, un disputado partido de fútbol, y además el sermón se transmite por la televisión a medio mundo, algo chirría.
Es decir: esos chicos, deportistas, privilegiados en la vida gracias a su habilidad para jugar con el balón, no acaban de perder a un pariente muy querido o a un amigo; no han perdido el sustento, porque haya cerrado la factoría que los empleaba; no han perdido al amor de su vida, que se ha ido con otro; no han perdido la salud, víctimas de una grave enfermedad; no han perdido la casa y todos sus bienes materiales, a consecuencia de un tornado o de un tsunami; no han perdido un negocio al que varias generaciones de la familia han dedicado innumerables horas de trabajo y preocupaciones porque una empresa más potente haya abierto una sucursal justo al lado; sus hermanas no están siendo asesinadas en las calles de Teherán o de Kabul por negarse a llevar el esclavista velo islámico: es decir, no han sufrido ninguna de las circunstancias por las que un presidente se vea compelido y hasta obligado a manifestar la solidaridad y simpatía de la patria a la que representa, y a la que debe encarnar con la máxima dignidad posible. No, esos chicos han perdido un partido de fútbol en el que se jugaban un trofeo muy deseado y bien pagado. ¡No es ninguna tragedia, gilipollas, igual que no es un gran éxito ganar!
Entramos en un campo de puerilidad que nos reclama que pensemos. ¿Qué demonios es lo que está pasando aquí? ¿Qué significa esto, si es que significa algo?
Macron ve a los jugadores tumbados en los bancos del vestuario, para nada entusiasmados ante su visita sino más bien pensando en ducharse y largarse cuanto antes (en cuanto se largue el pelmazo) a tomarse tres litros de cerveza o un par de tranquimazines o a fumarse unos porros, y les reclama: «Escuchadme con atención».
«Estamos de los sueños, sean colectivos o individuales, saturadísimos»
¡Hombre, ya! Ésta me parece la peor de las maneras de empezar un discurso, pues la atención del público se la gana el orador a partir de su autoridad moral o de su habilidad retórica –por ejemplo, contando un chiste: «Viniendo hacia aquí me ha sucedido algo muy gracioso: veréis…»-, y no reclamándola o imponiéndola, como esa escritora de las tertulias barcelonesas a las que yo solía ir y que, cuando creía tener que decir algo importante, tenía la fea costumbre de interrumpir la conversación general exclamando: «¡Callaros, callaros, ahora me toca hablar a mí!»
Y a continuación va Macron y le dice a los jugadores que han de superar el disgusto y estar satisfechos, porque «habéis hecho soñar a millones de franceses que hasta ahora, y todavía hoy, hemos vibrado…»
Hombre, no. Estamos de los sueños, sean colectivos o individuales, saturadísimos. De los consejos de que creamos en nuestros sueños, de que creamos en nuestros sueños, de que no renunciemos a nuestros sueños, estamos hastiados. Las vibraciones estériles acaban siendo irritantes. ¿Por qué no es mejor aceptar la realidad, militar en la realidad, despertar, sin paliativos ni falsos consuelos interesados y tontorrones, a la lección de la realidad, aunque ésta sea la derrota?