La nieve que no ha caído
«Mirando láminas de Brueghel, me he topado con una que nos habla de la política española y su obsesiva voluntad de llegar a Navidad entre gritos y reproches»
Cuando llega la Navidad el tiempo se detiene y se renueva, mirando hacia atrás. Son días en que acudimos al refugio, que es una forma simbólica de visitar el pesebre. Este refugio suele ser familiar, pero también tiene sus recursos icónicos. Los ritos de Adviento, el Belén en casa, la explosión de Bach la mañana del 25… Cada uno tiene los suyos, pero ante la metamorfosis que ha sufrido la Navidad, es importante que los viejos ritos cumplan la función de construir ese refugio. «¿Por qué come usted raíces?», le pregunta Gambardella a la monja mística en La Gran Belleza. Y la monja contesta: «Porque son importantes». Pues eso.
Cuando llega la Navidad suelo regresar a las imágenes nevadas de Brueghel, escucho música polifónica de maestros antiguos –a los monjes de Athos los dejo para el verano–, leo sobre interiores flamencos, o visito un valle imaginario a través del adagio del Quinteto para cuerda, de Schubert, que siempre he encontrado de atmósfera familiar a la que crea el villancico –que no lo fue en origen– Noche de Paz. Luego llega Reyes y el Día de Reyes es el día del gran poema de Eliot. Manías: hay más, pero me extendería en exceso.
Estos días, mirando una vez más láminas de Brueghel, me he topado con una que nada tiene que ver con Los cazadores en la nieve, y nos habla del zapatiesto de la política española y su obsesiva voluntad de llegar a Navidad entre gritos y reproches muy adecuados en la corte de Herodes, pero no en la celebración de lo ocurrido en un establo de Belén hace más de dos mil años. Por segunda vez en un quinquenio esto vuelve a estar patas arriba. Si antes fue en el noroeste ahora es en el centro: ambos gubernamentales, además.
«Hay más aficionados a ocupar el sitio del otro que a crearse un sitio propio por sí mismos»
La lámina en cuestión reproduce la pintura La caída de los ángeles rebeldes y parte de sus imágenes guardan un gran parentesco con la pintura de El Bosco. Hay peces con patas gritando, un pájaro sin cabeza cuyas alas son mejillones, libélulas mecánicas, una nube de malignas moscas, sapos con cabeza humana en la barriga, y otros horrores naturales que representan a los tocados por la soberbia cayendo a los infiernos. Pero pese a la trascendencia del pasaje y del paisaje –el combate celeste contra el mal– hay en esas figuras absurdas y las nobles que las expulsan del Paraíso una cierta estética del humor. En los entresijos del delirio pintado por Brueghel, las hay –como en las de El Bosco–que provocan una sonrisa. Hay ahí una especie de teatro del guiñol formado por seres contra-natura donde sólo falta un Fu Manchú que los capitanee. En Cataluña están los autómatas del Tibidabo y en Madrid, el Museo de Cera, que no se sabe si es monárquico o republicano, pero sí que es de quita y pon. Un vicio que suele acabar en quítate tú que me pongo yo porque, desgraciadamente, hay más aficionados a ocupar el sitio del otro que a crearse un sitio propio por sí mismos.
Pero sigamos con Brueghel y el pájaro descabezado con alas de mejillón que sin hongos alucinógenos de por medio no es fácil imaginar y volvamos otra vez, qué remedio si nos llevan, al Callejón del Gato, cuyos espejos parece que hayan entrado en el Congreso y el Senado con un espíritu decorativo que esconde la voluntad de deformar la democracia picando en sus pilares. ¿Dónde estamos, si no? Que nos salven, pues, don Latino y Max Estrella, que es quien dice que la deformación deja de serlo cuando está sujeta a una matemática perfecta. Como la de ahora es una matemática demente, sólo nos queda el remedio de aferrarnos al humor absurdo.
Y como es Navidad y no queremos acabar como Mr. Scrooge, gruñendo y gritando paparruchas a diestro y siniestro, mejor regresamos a la nieve silenciosa y al humo que sale de las chimeneas y no de las fogatas de la guerra. Mejor el Brueghel plácido. El Brueghel del invierno. Y el adagio de Schubert acompañándolo impecablemente, tres siglos después. Al fondo del valle, ladran unos perros. En sordina.