THE OBJECTIVE
José Carlos Llop

'Tu quoque', Dylan

«No sé si Bob Dylan ha caído en manos de la Inteligencia Artificial o el relativismo que ha entronizado la mentira en nuestra sociedad ha hecho también mella en él»

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‘Tu quoque’, Dylan

Bob Dylan. | Erich Gordon

Me habló un amigo hace unos días de un programa de Inteligencia Artificial que es capaz de escribir un poema nuevo con el estilo y las claves de los viejos poemas de cualquier poeta. Como la cosa venía de USA, podemos decir que ya tienen un robot dispuesto a escribir como Whitman, Poe, Wallace Stevens, Ashbery o James Merrill si es necesario. Por lo que me comentó mi amigo, existen más posibilidades: por ejemplo, que a Merrill, único vivo de los citados, se le agotara el caudal poético y sumido en una profunda crisis acudiera a ese programa, solicitándole una serie de poemas a su manera, mezclados –y aquí innovaría a lo Pound– con las maneras de Petrarca o Arnaut Daniel. De no conocer el origen fake de esos hipotéticos versos, imagino que los críticos estarían felices con el resultado y The New Yorker sería el primero en pedir uno de esos poemas para publicar en sus páginas. O sea, que Blade Runner ya está aquí y –por algo se empieza– la literatura ya no es nuestra y la autoría ha muerto: ¿qué hacer?

Cuando escribo una novela, tengo la costumbre de, antes de ponerme a trabajar, escuchar la versión original de Like a Rolling Stone y después alguna pieza de Bach. La voz de Dylan me pone en marcha y las notas de Bach me sitúan en mi sitio. Luego, el silencio, que es la mejor atmósfera para poder oír la propia voz si no duerme y ver qué se puede sacar de ella esa mañana. Sólo por esto –la voz del judío errante, que todo lo ha visto; la electricidad de sus versos; lo primitivo de su guitarra y lo que llegaría después de esa canción, pero que ya está en ella– somos millones los que estamos agradecidos a Bob Dylan: hasta la época de The Band nos parece bien; como sus raras intervenciones cinematográficas y no digamos canciones tan maravillosas como «Knocking on Heaven’s door», escrita para un biopic de Pat Garret y Billy el Niño en plan Los duelistas de Conrad. Todo se lo disculpamos.

Bob Dylan fue una de las bandas sonoras esenciales de nuestra juventud –por tanto, de nuestra formación generacional– y es más que probable que fuera eso mismo lo que le otorgó el Nobel de Literatura. Los académicos suecos no son, precisamente, inmunes a los vientos cuando cambian. Hubo algunos sarcasmos al respecto y los mismos que los emitieron fueron los que habían callado cuando se lo dieron a Darío Fo y ya me dirán: no hay color. Lo único que lamenté fue que usaran a Dylan para negárselo una vez más y para siempre a Philip Roth. Lo demás eran los tiempos y que Estocolmo no es El Vaticano; el de antes, digo.

Semanas después se impuso lo dylaniano: que si irá a recogerlo, que si no, que si está recorriendo Mongolia o La Patagonia en motocicleta y Dylan no se presentó en el día de la entrega. Aquel día recordé cuando allá por los setenta lo vieron en un bar de Formentera jugando al ajedrez con un músico ibicenco que años más tarde sería conseller del PP en el Gobierno autónomo de Baleares. En las islas –cualquiera de ellas, de Sicilia al Caribe– no nos privamos de nada.

«Las firmas de Dylan eran postizas, falsas, impostadas. Era su letra y su firma pero hecha de manera artificial»

Pues bien: yo no sé si Bob Dylan ha caído en manos de la Inteligencia Artificial o el relativismo que ha entronizado la mentira en nuestra sociedad, como sólo lo había estado en los momentos previos a la caída de una civilización, ha hecho también mella en él. Porque la edad no es, por mucho que esgriman sus 81 años: el judío errante no tiene edad o las tiene todas. Pero algo misterioso está pasando con él. La aparición de su nuevo libro –La filosofía de la canción moderna, su título– en la prestigiosa Simon & Schuster, iba acompañada de una selección de 900 ejemplares autografiados por el autor, costumbre habitual –quizá con no tantos ejemplares y sin subir el precio– en los editores anglosajones con las primeras ediciones en tapa dura. Pero en este caso, el libro de Dylan autografiado costaba 600 dólares, una pasta. Ya el asunto del precio resulta extraño, pero más lo resulta que se descubriera que las firmas de Dylan eran postizas, falsas, impostadas. Era su letra y su firma pero trazada de manera artificial. Él no había firmado un solo ejemplar: lo había hecho una máquina, cómplice involuntaria de la estafa.

Una vez descubierta esa estafa, tanto Dylan como la editorial –«es la firma original de Bob pero en forma de réplica», argumentaron– han salido a disculparse y la segunda ha prometido devolver el dinero a todos los compradores de la selección autografiada en falso. Si todo este fake no encierra como en las muñecas rusas otro fake en su interior, Dylan se ha excusado diciendo que desde la pandemia padece vértigo y que su editorial le había recomendado el sistema de la firma automática «con la seguridad de que este tipo de cosas se hacen todo el tiempo en el mundo del arte y la literatura» (sic). Todo el tiempo, dijo, y nosotros sin saberlo. Incluso, en el caso de Dylan, preferiríamos no haberlo sabido.

¿Hay algo que se aguante en pie por ahí?

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