Los osos de peluche
«El oso de peluche que quiere hacerte compañía me parece otra manifestación más de la autocomplacencia decadente que caracteriza nuestros tiempos»
En el tramo peatonal de la calle Enrique Granados, delante del Seminario, las aceras están ocupadas por las terrazas de los bares, donde es agradable sentarse, sobre todo en las mañanas de sol, de clima templado, como suelen ser durante buena parte del año las mañanitas de Barcelona.
De un tiempo a esta parte, desde el coronavirus, cada una de las mesas del Lilo Café -que es un establecimiento de carácter anglosajón, frecuentado por turistas, especializado en brunchs y en cookies– tiene una silla ocupada por un oso de peluche de tamaño colosal. No me parece un asunto baladí.
Un grupo de tres personas puede sentarse a recibir la caricia del sol y tomarse la cervecita y la tosta con aguacate, o el café, en la compañía silenciosa del oso inofensivo y grandote, lo que sin duda enriquece la experiencia con sugestiones de una invitación pueril de vuelta a la inocencia de la infancia.
«En la terraza desierta sólo estaban sentados esos grandes osos de peluche con los rígidos brazotes extendidos hacia delante»
Alguna vez he pasado por delante a horas crepusculares, intempestivas, cuando soplan ráfagas de un viento frío y húmedo, y en la terraza desierta sólo estaban sentados esos grandes osos de peluche con los rígidos brazotes extendidos hacia delante, como para abrazar a nadie. Se me ocurre que a Jeff Koons, el artista que ha hecho de la cursilería su estandarte, le encantaría esta imagen.
Leo (a Ana Carrasco, en Consumidor Global) que esta iniciativa osuna nació en los tiempos de virulencia del coronavirus, pues el oso ponía distancia entre los demás comensales. Y que no es exclusiva de este local de Barcelona, también ha calado en París y en Milán.
Como queda muy cerca de su casa, alguna vez he empujado la silla de ruedas de un amigo impedido hasta la terraza del Lilo, para tomar una coca-cola. El oso en nuestra mesa, blando y fofito, me parecía una compañía un poco incongruente con la materialidad rigurosa y funcional de la silla metálica, en la que cada elemento tiene su utilidad precisa y el conjunto hombre-silla remite a un desvalimiento profundo y esencialmente humano, que desde luego no palia la presencia tontorrona del oso de peluche.
Ahora al pasar por delante de la terraza me he acordado del área de Senilidad de cierto hospital que un año, por estas fechas, regaló a cada paciente un osito de peluche. Algunos viejos internos lo recibieron con ilusión y agradecimiento. Otros, en cambio, se sintieron vagamente ofendidos. Yo, al enterarme, me sumí en un paroxismo de odio a la humanidad.
«Tiempos turísticos que se permiten el lujo supremo de sonreír y pensar lo mínimo»
Pero entonces era más viejo que ahora. Ahora soy mucho más joven, más tolerante. Y el oso idiota, comercial, sentimentaloide, del Lilo Café, el oso de peluche que quiere siempre hacerte compañía, bobalicón y atónito, exhibiendo su media sonrisa turística como quien dice «la vida es benigna y bella», sólo me parece otra manifestación más, afortunadamente silenciosa, de la autocomplacencia decadente que caracteriza nuestros tiempos.
Tiempos turísticos que se permiten el lujo supremo de sonreír («Oh, qué oso más mono»… «Deme otra tortita con aguacate») y pensar lo mínimo que se pueda.
Ahora, a la lista casi infinita de cosas que llevo en la conciencia han venido a sumarse éstas: a la sombra del Seminario, los osos de peluche del Lilo, y con ellos, enredados como cerezas por el pedúnculo, el aspecto desenfadado de los turistas, y el rumor de sus conversaciones en inglés, en las que se cuentan sus aventuras de explorador de parques y jardines.
Ojalá esos osos de peluche no sean contagiosos, y cuando nosotros nos sentemos allí no nos transmitan otro virus mucho peor que el corona… Ya me entiendes.