El (mal) estado de las autonomías
«Para frenar el proceso de degradación institucional y revertirlo en la medida de lo posible no queda otra opción, a mi juicio, que el fortalecimiento de la administración del Estado a nivel general»
Según el artículo 137 de nuestra Carta Magna, «el Estado se organiza territorialmente en municipios, en provincias y en las Comunidades Autónomas que se constituyan. Todas esas entidades gozan de autonomía para la gestión de sus respectivos intereses». De este artículo y, en general, de cuantos conforman el Título VIII de la Constitución, referido a la organización territorial del Estado, surge el concepto de Estado de las Autonomías –o de Estado autonómico–, profusamente utilizado desde entonces en los ámbitos político y mediático, y también en el jurídico, por más que dicha denominación del modelo de Estado no aparezca literalmente, en ninguna de sus dos formas, en el texto constitucional.
Sea como sea, la redacción del mencionado artículo 137 nos indica con toda claridad en su primera frase que, al contrario que los municipios y las provincias, las Comunidades Autónomas se constituirán –lo que no significa que vayan a tener poder constituyente, que sí tiene en cambio el Estado–. Pero no hay duda de que en ese irse haciendo, en ese constituirse, a fin de gestionar, de acuerdo con la segunda frase del artículo, los «respectivos intereses» de esas comunidades, radican gran parte de los males de nuestra democracia presente.
Decía el otro día Félix de Azúa en una entrevista en El Cultural que el «gran error de la Transición fue el sistema autonómico». Y añadía: «Su supresión resolvería los problemas de caciquismo y feudalismo que sufre España, pero nadie lo va a plantear, ni siquiera la ultraderecha, porque hay mucha gente que vive de él. Sólo una catástrofe nos puede conducir al sistema jacobino, al de izquierdas de verdad». Razón no le falta, aunque dudo mucho que la solución, en un país como España, esté en la implantación de un sistema jacobino, haya o no catástrofe que la preceda. Los antecedentes de la Segunda República, el régimen más jacobino que hemos tenido, no invitan precisamente al optimismo. Por lo demás, esa percepción negativa del Estado autonómico, ese convencimiento del mal estado en que se encuentra, la comparten hoy muchos españoles y no sólo los que se consideran o son considerados de ultraderecha. Sus desajustes, sus deficiencias, los abusos y vulneraciones del Estado de derecho cometidos en su nombre y bajo su amparo requieren, sin discusión, de una corrección futura. De lo contrario, lo sucedido bajo la presidencia de Pedro Sánchez será una simple broma en comparación con lo que está por venir.
«Todo lo cual no quita para reconocer que el sistema, como decía, reclama a gritos una profunda remoción. Y esa remoción sólo puede venir del reforzamiento de las estructuras dependientes directamente del Estado»
Pero esa reforma no puede consistir en la liquidación pura y dura del sistema autonómico. Dicho modelo de Estado, al igual que la Monarquía parlamentaria, forma parte del llamado pacto de Transición, aquel sutil juego de equilibrios, tan admirado en su momento en el mundo occidental, que permitió transitar, sin que mediara otra violencia que la del terrorismo, de una dictadura a una democracia representativa. Y ese pacto era un todo. Al respecto, no estará de más recordar que en 1936, cuando estalla la guerra civil, en España existía ya un estatuto de autonomía en vigor, el catalán, otro que iba a aprobarse aquel mismo año, el vasco, y un tercero, el gallego, que acababa de refrendarse en Galicia y había sido ya remitido al presidente del Congreso para su tramitación en las Cortes. La Transición, pues, también debía tener presente esos antecedentes y darles solución. Otra cosa es que la fórmula que se fuera a adoptar tuviera que ser, por fuerza, la del célebre «café para todos».
Todo lo cual no quita para reconocer que el sistema, como decía, reclama a gritos una profunda remoción. Y esa remoción sólo puede venir del reforzamiento de las estructuras dependientes directamente del Estado –las autonómicas, aun siendo también del Estado, lo son por delegación– en el conjunto del territorio nacional y, en particular, allí donde manda el nacionalismo. Un reforzamiento cuya viabilidad pasará antes, a mi entender, por el desarrollo legislativo que por la retirada de competencias y transferencias ya efectuadas –sin que quepa descartar, aun así, esta última opción, como en el caso, por poner un ejemplo reciente, de la gestión de Prisiones traspasada al Gobierno del País Vasco–.
Desde hace más de cuarenta años, al tiempo que la administración del Estado ha ido adelgazando, la autonómica no ha dejado de engordar. Al principio, mediante el traspaso de funcionarios. Más adelante, mediante la creación de nuevas plazas o el relleno de las que quedaban vacantes a las que, a través de distintos mecanismos, se ha impedido el acceso al conjunto de los españoles. La herramienta más conocida y nociva de cuantas se han usado para imposibilitar, en beneficio de una parte de la población, el ejercicio de un derecho que debería ser de todos los españoles ha sido la exigencia del conocimiento de la lengua cooficial allí donde esta está reconocida por el correspondiente Estatuto. Quienes trabajan, por ejemplo, en el ámbito de la educación o de la sanidad –dejo de lado otros campos de la administración cuyo impacto en la población es menos trascendente– han sufrido de forma creciente los efectos de semejante discriminación. ¿Qué funcionario va a solicitar un traslado de una parte a otra de España si sabe que en el destino escogido le van a exigir unas competencias lingüísticas y a menudo también culturales e identitarias que para nada son las comunes en todo el territorio? Añadir que todo ello no hace sino favorecer la endogamia y la corrupción –el «caciquismo y feudalismo» a que se refería Azúa– parece ocioso.
Para frenar ese proceso de degradación institucional –que contamina también, aunque no haya lengua cooficial de por medio, las demás autonomías– y revertirlo en la medida de lo posible no queda otra opción, a mi juicio, que el fortalecimiento de la administración del Estado a nivel general y, más en concreto, de la que está presente en todas y cada una de las comunidades autónomas, con especial incidencia en aquellas donde el nacionalismo ha sentado sus reales. Un fortalecimiento sujeto a la voluntad reformadora del próximo Gobierno de la Nación, la cual tendrá que pasar, de manera irrenunciable, por una nueva legislación consistente en la promoción de cuantas medidas pongan por delante la unión, la igualdad y la justicia entre todos los españoles y combatan a un tiempo las ansias parceladoras y disruptivas de tantos gobiernos regionales. De ello dependerá, al cabo, la supervivencia del presente Estado de las Autonomías, o sea, del Estado español tal como lo conocemos.