THE OBJECTIVE
Carlos Granés

La guerra que se pierde una y mil veces

«Los demócratas empiezan a parecer muy poca cosa, unos seres blandengues e ineficaces que palidecen frente al caudillo que promete mano dura»

Opinión
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La guerra que se pierde una y mil veces

Un coche ardiendo tras la detención del hijo del Chapo.

El pequeño golpe que le dio el Gobierno mexicano al cartel de Sinaloa hace unos pocos días apresando a Ovidio, hijo del Chapo Guzmán, no fue más que un espejismo de triunfo en medio de un gran desierto de agonía y derrota. La guerra contra las drogas, ya se sabe, ya se ha escrito en mil columnas y en mil estudios académicos, ha sido una de las políticas más contraproducentes del siglo XX. Cincuenta años después de que Richard Nixon se propusiera perseguir el consumo y el tráfico de estupefacientes, lejos de haber encontrado solución, el problema se ha multiplicado y vigorizado. 

Las escenas que se vivieron en Culiacán lo demuestran: la reacción de los narcos ante la captura de uno de sus jefes no fue la de una pandilla que deja unas pintadas sobre las paredes, sino la de un ejército que paraliza una ciudad. Lo más trágico es que este mal, que en un principio estaba contenido en las fronteras colombianas y mexicanas, es ahora uno de los mayores problemas que afrentan países hasta no hace mucho pacíficos y tranquilos, como Ecuador y Chile.

Poco a poco, como un virus, el narco se ha ido apropiando de territorios de los que expulsa a las autoridades legítimas y a las instituciones del Estado para imponer un mando paralelo que somete a poblaciones enteras. Honduras, sin ir más lejos, estuvo a punto de convertirse en un narcoestado gracias al expresidente Juan Orlando Hernández y a su hermano Tony, excongresista, que traficaron con cocaína hasta ser extraditados por Estados Unidos. Cuando la delincuencia triunfa sobre las instituciones el resultado es nefasto. Los demócratas empiezan a parecer muy poca cosa, unos seres blandengues e ineficaces que palidecen frente al caudillo que promete mano dura. Con ese artificio, Nayib Bukele ha logrado el respaldo popular para doblegar las instituciones salvadoreñas. 

«La ilegalidad de las drogas es uno de esos asuntos que, como dice Moisés Naím, todo el mundo sabe que deben cambiar pero son imposibles de cambiar»

Para colmo, la prohibición no ha impedido que Estados Unidos esté padeciendo la mayor epidemia de muertes por sobredosis de toda su historia, y ya ni siquiera por culpa de la heroína o la coca, sino por drogas sintéticas como el fentanilo. Esto está a la visa de todo el mundo, no es un secreto, es una obviedad. Hoy muere mucha más gente que antes y las democracias cada vez se ven más amenazadas y debilitadas por los carteles, bandas, clanes, pandillas o guerrillas que se financian con la droga. El dineral que se invierte en esta lucha no cosecha resultados satisfactorios, y todo el mundo sabe, porque el caso del cigarrillo es un ejemplo notorio y reciente, que tendría un mejor uso en campañas de prevención y rehabilitación de los adictos. En los pasillos del poder todo esto se sabe, y sin embargo, a la hora de la verdad, no se hace lo que debería hacerse. Hay barreras psicológicas enormes que impiden dar ese paso. 

La ilegalidad de las drogas es uno de esos asuntos que, como dice Moisés Naím, todo el mundo sabe que deben cambiar pero son imposibles de cambiar. Quizás se deba a que su abordaje es contra intuitivo. Sabemos que la cocaína, la marihuana y la heroína hacen daño, nadie quiere que sus hijos se hagan adictos y basta un caso cercano de psicosis causada por el consumo de cannabis para que, justificadamente, queramos las drogas tan lejos de casa como sea posible. Sin embargo, prohibirlas, perseguirlas y satanizarlas no ha impedido que aumente el narcotráfico. Estas prácticas han sido un teatro cruel, la escenificación de una lucha contra el mal que debe darse porque no hacerlo parecería claudicar ante la amenaza. Supondría perder la confianza de los votantes, ir en contra de la lógica, abrir las puertas para que un detonante mortal llegue a manos de jóvenes autodestructivos o con predisposición a la enfermedad mental.   

Esta intuición es tan fuerte que no importa que sepamos todo esto, que la ilegalidad, además de no impedir el consumo, pudre la institucionalidad de un país. Algo nos dice que todo lo potencialmente dañino, bien sean las serpientes venenosas, el ébola o los residuos nucleares, debe mantenerse lejos, más allá de las fronteras de la civilización. Y tal vez por eso los políticos prefieren hacer cosas que no sirven a nadie más que al narco antes que legalizar la droga. Las consecuencias catastróficas del mal manejo de este problema son políticamente más fáciles de asumir que los posibles beneficios de un cambio de estrategia. Quizá, después de todo, no haya nada más humano que preferir el error que confirma la intuición, al remedio que la desafía.

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