THE OBJECTIVE
José Carlos Llop

Los Reyes Magos

«Quizá se haya producido la metamorfosis habitual y los que apedreaban a los Magos al divisarlos, los maldecían y evitaban, son los que los desvirtúan ahora»

Opinión
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Los Reyes Magos

Ilustración de Erich Gordon.

Unas veces van en camello y otras a caballo, pero todas acaban en Belén, ofreciendo sus regalos a la misteriosa divinidad del recién nacido. El contraste está en la ropa: frente a la austeridad de los pastores, la riqueza barroca de los ropajes de los Reyes, potenciada por Rubens y tutti quanti. Y es curioso porque si en esa vestimenta real está la pompa, la elegancia –una cierta elegancia antigua– está en la de los pastores. El desgaste de la vida y su disfrute está en esos pastores junto al fuego y en el lujo de los Reyes, aparentemente, están los beneficios de mantenerse al margen de los peligros de esa misma vida. 

Si digo aparentemente es porque ese margen sirvió de poco, como bien nos demostró T.S. Eliot en un poema que releo la mañana del 6 de enero desde hace décadas. Al principio con mis hijos y desde que no viven en casa –y de eso hace ya tiempo– con las primeras luces del día, al despertarme. El poema de Eliot –como saben bien sus lectores– es El viaje de los Magos, donde el poeta nos cuenta el frío que pasaron durante su larga travesía, la dureza del invierno, la irritación de los camellos de patas ya llagadas por el esfuerzo. Nos cuenta cómo maldecían los camelleros y les robaban durante la noche y el precio que les cobraban, cada vez más alto, por un camastro maloliente en ciudades hostiles y aldeas donde los recibían y despedían a pedradas. Acabaron viajando en la noche mientras oían voces que les cantaban –como las sirenas de Ulises– que su empresa era una locura y que regresaran sobre sus pasos. Entonces añoraban sus palacios de verano, las terrazas donde observaban las estrellas, las muchachas de piel de seda que les servían bebidas muy frescas y andaban como quien danza. Pero nunca sucumbieron a la tentación del regreso

Hasta que llegaron, dice Eliot, «a un valle templado y húmedo», lejos de la nieve, donde corría un arroyo y galopaba por el prado un caballo blanco. Y había una taberna con un emparrado bajo el que unos hombres jugaban a los dados y nada supieron decirles aquellos jugadores del sitio y el hecho que buscaban. Pero siguieron a la estrella y al anochecer –«ni un momento antes de tiempo», dice Eliot– llegaron al lugar del nacimiento. 

«La tradición de los Reyes es una de las más hermosas y alegres de nuestra cultura»

Todo esto lo recuerda uno de ellos y es algo, dice, que pasó hace mucho tiempo y pese a las dificultades vividas en ese viaje, dice, volvería a emprenderlo como entonces una vez más. Y esta afirmación encierra una gran belleza a la que sigue la pregunta: «¿Se nos llevó tan lejos a buscar Nacimiento o Muerte?» Se refiere al nacimiento de un mundo nuevo y a la muerte del suyo, donde ninguno de ellos, tras ver lo que vieron y sentir lo que sintieron, pudieron volver a ser los mismos. Y cuenta que el regresar a sus reinos, ya no supieron encontrarse a gusto «en el viejo estado de cosas/ con una gente extraña aferrándose a sus dioses». Sus viejos dioses.

El poema lo recita uno de aquellos tres sabios que –según el historiador Franco Cardini, uno de sus estudiosos– simbolizaban los continentes del mundo antiguo (Asia, Europa y África), las edades de la vida (la juventud, la madurez y la vejez) y las dimensiones del tiempo (pasado, presente y futuro). Magos, astrólogos, reyes o sabios, o las cuatro cosas a la vez, la tradición de los Reyes es una de las más hermosas y alegres de nuestra culturaarranca en el evangelio de san Mateo, en los otros no figura el episodio– y tal vez convendría, del mismo modo que los taxistas de Londres se examinaban del callejero de su ciudad, que el concejal de turno y participantes de su conmemoración en cada ciudad o pueblo, leyeran el poema de Eliot y después aceptaran o renunciaran a unirse a la representación del misterio. Así se evitarían casos como los sucedidos estos días, donde un rey Baltasar se negó a entrar en la iglesia de su pueblo de adopción por ser musulmán, otro se presentó borracho perdido a la cabalgata y quien asumía el papel de Gaspar en una ciudad gallega resultó ser un condenado por tocamientos. Todo muy apropiado y edificante para los niños. O quizá se haya producido la metamorfosis habitual y los que les cobraban a los Magos cantidades desorbitadas por un camastro, los apedreaban al divisarlos, los maldecían y evitaban, son los que los desvirtúan ahora, cuando ya nadie recuerda si la fiesta de Reyes es una prolongación de Halloween, o el rey Melchor es Papá Noel disfrazado de Carnaval en Río de Janeiro.

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