THE OBJECTIVE
José Luis González Quirós

¿Tienen remedio los partidos?

«En apenas una década, los nuevos partidos han mostrado que su capacidad para decepcionar a los electores no es menor que la de los grandes dinosaurios políticos»

Opinión
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¿Tienen remedio los partidos?

La VI Asamblea General de Ciudadanos. | Europa Press

Según muestran las encuestas, los españoles estimamos de forma mayoritaria que el comportamiento de los políticos constituye uno de los problemas más graves que nos aquejan. Los ciudadanos no se equivocan en este punto, y no solo dicen esto en las encuestas, sino que han hablado votando. La aparición de los terceros partidos, lo que se ha llamado la ruptura del bipartidismo, ha sido un ejercicio de censura conjunta al PP y al PSOE, partidos que han perdido a un tiempo gran porcentaje de su electorado. 

Unos cuantos años después, es muy arriscado sostener que la situación española haya mejorado porque si bien es cierto que la diversificación del Parlamento ha obligado a negociaciones más complejas, esa debilidad de las grandes fuerzas no ha servido para mejorar el servicio de la política al conjunto de la sociedad. Baste con recordar que en 2008 estábamos todavía en el 91% de la renta media de la UE y ahora apenas llegamos al 75%, dato cuya gravedad aumenta porque en este mismo período, la UE se ha ampliado con países de menor renta que, como es lógico, han hecho que el valor de la media haya descendido. Por añadidura, los nuevos partidos están muy lejos de representar modelos más virtuosos y/o atractivos, es decir que en apenas una década han mostrado que su capacidad para decepcionar a los electores no es menor que la de los grandes dinosaurios políticos.

«Los partidos españoles no han dedicado el menor esfuerzo a indagar en las razones de su declive»

¿Por qué ocurre esto? Apuntaré algunas posibles causas, pero lo que me parece del mayor interés es subrayar el hecho de que, sin excepción que se me alcance, los partidos españoles no han dedicado el menor esfuerzo a indagar en las razones de su declive. De modo general parten de que no es necesaria mayor preocupación en este asunto porque los electores no tienen otro remedio que recurrir a ellos, hagan lo que hagan. Sin embargo, hay que hacer notar que son varios los partidos que han desaparecido en las últimas décadas, como CDS, UPyD, CiU por referirme solo a casos consumados, aunque esta extinción no ha afectado, hasta ahora, a los grandes partidos. 

Donde comienza el problema es en la falta de transparencia y representatividad de los partidos. Esta es la razón obvia de la fuga de votos que ha experimentado el PP, que es un caso de libro. Muchos electores caen en la cuenta de que los partidos tienen una agenda que, en realidad, apenas tiene que ver con los problemas y preocupaciones de los ciudadanos, que sus programas son una mezcla infumable de oportunismo y retórica. Al margen de que se haya experimentado ya más de una vez que si alcanzan el poder pasa a importarles un bledo lo que afirmaron en las campañas. 

Los partidos tratan de suplir esta carencia en representatividad y participación recurriendo a un expediente muy poco conveniente, a la polarización, a presentar a sus rivales como la encarnación del mal. Este combustible sirve para movilizar el miedo y recurrir a las emociones más básicas, pero es de nula utilidad para los intereses generales. 

A este respecto, basta recordar dos hechos de gran trascendencia: en primer lugar, que la incapacidad de los grandes partidos para pactar entre sí ha sido muy perjudicial para los intereses nacionales y ha permitido que los partidos nacionalistas, con un peso absoluto muy pequeño, hayan podido sacar una tajada enorme en claro perjuicio de los intereses generales; en segundo lugar, que, con gobiernos del PP y del PSOE, la situación económica española no ha hecho otra cosa que empeorar, porque, lejos de adoptar una política económica razonable, las dos grandes fuerzas han competido con empeño en ser los que más gastan y más «conceden» a quienes les pagamos los impuestos y habremos de cargar con los costes de una deuda brutal que ambos han incrementado de forma inclemente.

La estructura de nuestros partidos impide cualquier forma de participación que pueda poner en riesgo el principio sagrado por el que se rigen, a saber, que el líder siempre tiene razón, que es la solución de cualquier problema imaginable y que se le debe absoluta sumisión, fidelidad perruna. En consecuencia, los errores de los líderes pueden llegar a destruir los partidos, como ha pasado con Albert Rivera, ha estado a punto de ocurrir con Rajoy, podría pasar con Iglesias y Podemos o con Sánchez y el PSOE de filiación socialdemócrata.

El caudillismo de los partidos sigue un camino conocido en la tradición política española y, de forma inevitable, agosta desde el principio el mandato constitucional que les encarga encauzar la participación política de los ciudadanos y reduce a una ridícula caricatura cualquier exigencia de una mínima democracia interna. Muchas de estas deformaciones afectan de uno u otro modo a todos los partidos en el mundo entero, pero aquí no hemos acertado a crear las tradiciones y cautelas que evitan que esas dolencias deterioren de forma grosera su función. 

Baste con recordar que, en la práctica, el intento de democratizar los partidos recurriendo a sistemas de primarias ha servido, sobre todo, para apretar las tuercas a los órganos internos que conservaban alguna capacidad de control sobre la política del partido: el caso del PSOE con Sánchez ha sido una especie de experimento natural, el PSOE es y seguirá siendo Sánchez y solo Sánchez  hasta que una debacle electoral lo impida, si es que llega a suceder.

La explicación de todo esto es sencilla: a diferencia de las instituciones políticas y jurídicas más comunes, que pueden ser «copiadas» con cierta facilidad, los partidos políticos responden a coyunturas muy distintas y dependen más de la cultura política imperante que de las normas, en especial en casos, como en España, en que los partidos han pasado de ser sinónimo del desastre, tal como los consideraba el franquismo, a convertirse en la democracia misma. Las instituciones responden a modelos que permiten realizar análisis comparativos, mientras que los partidos son organizaciones mucho más circunstanciales que, aunque pugnen por cierta institucionalización y se conciban como entidades indispensables en cualquier democracia, no dejan nunca de ser meras agrupaciones humanas sometidas a contingencias que no son del todo formalizables y que varían muy mucho en función de la circunstancia histórica. 

Si hacemos caso de lo que siente y piensa la opinión pública, es hora de que pasemos de la sobrelegitimación de que han gozado los partidos a una revisión crítica de sus conductas. Se trata de un problema en verdad difícil, porque los partidos son, a un tiempo, el problema y la condición necesaria de su solución. Los electores ya han hecho gran parte del trabajo al privar de voto a los partidos que lo consideraban suyo. Ha pasado en el PP y en el PSOE y, como hemos visto, también en muy buena medida en los partidos que venían a resolver desde fuera el problema que evidenciaba esa deserción electoral. 

No está demostrado que, a diferencia del hombre, que es capaz de tropezar dos veces en la misma piedra, los políticos sean más capaces de aprender de sus fracasos. Tienden a presentarlos como fenómenos cósmicos, ajenos a sus acciones y supuestas virtudes, pero si piensan de verdad en servir a los ciudadanos acabarán por caer en algo obvio, que la mengua de sus partidarios tiene mucho que ver con las malas maneras que emplean en cumplir funciones que merecerían más inteligencia, más decencia, mejor comprensión de cómo funcionan las democracias y, por descontado, unas dosis algo más intensas de patriotismo y desinterés.

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